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Jesucristo, Modelo de Humildad y Caridad

Ve y haz tú lo mismo. Si el Señor nos ha tratado con humildad y caridad a todos nosotros, los seres humanos, nosotros no podemos proceder de otra manera sino como Él.

 

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Por P. Jorge Hidalgo

  

En los Evangelios, Nuestro Señor Jesucristo ha dejado claro que hay dos virtudes que son fundamentales para alcanzar la perfección y llegar a Dios, se trata de la humildad y la caridad. Uno es el fundamento negativo de la virtud y otro es el fundamento positivo.


La humildad es el fundamento negativo, es decir, es la virtud que nos remueve los obstáculos que podemos tener en nuestra vida interior y en nuestra vida cristiana, que nos evitan crecer y ser como Dios quiere que seamos. “La humildad es andar en verdad”, decía Santa Teresa.


“La humildad es regular el apetito de la propia excelencia”, decían San Juan Damasceno y Santo Tomás. La humildad, entonces, es la que remueve una virtud típicamente cristiana, porque era apenas atisbada por los judíos en el Antiguo Testamento y desconocida completamente para los paganos. Pero es una virtud fundamental, porque mientras más alto quiere uno llegar, mientras más grande se quiere que sea un edificio, mejor tiene que poner el fundamento, más tiene que cavar, tiene que ir más abajo para que no se desmorone.

 

Eso mismo es lo que ocurre con la virtud de la humildad. La humildad es lo que no se ve, como lo he explicado, es lo que va hacia abajo, hacia el fondo, a lo profundo; pero es lo que le da la fecundidad a todo, porque si cuando uno hace cosas buenas se buscan el elogio, los aplausos, el quedar bien, todo se viene abajo porque ya obtuvo su recompensa, porque solo buscaba la alabanza de los hombres.

 

La humildad, por lo tanto, nos enseña la verdad; y la verdad es justamente que todo lo que tenemos viene de Dios, Él es el Creador y nosotros la criatura. Él es el que nos mantiene en la existencia, el que nos hace obrar de tal manera que, si Él no nos hiciera pasar, dicho en términos filosóficos, de la potencia al acto, si Él no nos perfecciona en la acción, no podríamos hacer absolutamente nada en el orden natural y mucho menos en el orden sobrenatural, porque dice San Pablo en la Carta a los Filipenses, Él es el que obra en vosotros el querer y el obrar para que actuéis según su beneplácito.

 

El querer y el obrar se refieren a la intención y la ejecución, ambas vienen de Dios, de tal manera que, si Él no nos inspira, nosotros no tendríamos jamás ni siquiera una buena acción en el orden de la gracia. Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae, dice Cristo; o como dice San Pablo: Nadie puede decir que Jesús es el Señor si no está movido por el Espíritu Santo.

 

Por lo tanto, todo lo que tenemos en el orden natural y sobrenatural viene de Dios, de tal manera que lo único que es nuestro son los pecados, los defectos, las deformaciones de las obras buenas o sobrenaturales, es decir, las cosas en las que no secundamos las mociones de Dios.

 

En resumen, la humildad nos tiene que llevar a considerar a los demás más dignos que nosotros mismos, cosa que muchísimas veces más bien ocurre al revés, creemos que nosotros somos más dignos que cualquier otro. ¿Y por qué no debe ser así? ¿por qué debemos pensar que otros son más dignos? Porque nosotros no sabemos cuántas gracias recibió esa otra persona, cuántas inspiraciones tuvo, nada sabemos de lo que ocurre espiritualmente en su interior, así se trate de mi hermano, mi esposo o mi amigo. En cambio, nosotros sí sabemos cuántas veces nos rehusamos a una moción de Dios, cuántas veces dijimos que no, cuántos pecados tenemos y cuántas buenas obras que Dios nos inspiró, dejamos de hacerlas por nuestra comodidad, nuestra tranquilidad y nuestra tibieza. Eso sí lo sabemos.

 

Por humildad, entonces, debemos pensar que los demás son más dignos que nosotros y tener presente que la humildad es el fundamento negativo de la virtud, porque es lo que remueve los obstáculos y el principal obstáculo somos nosotros. Dice la Sagrada Escritura que Dios da su gracia a los humildes, así que aquel que más bajo se sabe y se siente, aquel que, por ejemplo, no reacciona, frente a las humillaciones, a los desplantes, a los desprecios, es señal que es el más humilde, ése es el que se atrae la gracia de Dios.

 

El fundamento positivo de la virtud es la caridad porque es el alma de toda virtud, de tal manera de que todas las demás estarían muertas si la caridad no las vivifica, no les da ese hacer todas las cosas por y para Dios.

 

Toda virtud viene de Dios y parte de Él, y Dios es caridad, dice San Juan en su primera carta. Por eso dice el Evangelio que cuando des un banquete, un almuerzo, no invites a tus amigos, sino a los que no tienen cómo recompensarte. La caridad es así, desinteresada, no piensa en sí misma, no se pone en el centro del mundo, no piensa como Lutero que decía: do ut des, doy para que me dé, no, porque eso es interés y no caridad, eso es simplemente buscar un rédito, como hacen los políticos, por ejemplo, pero la caridad auténtica no es así, es actuar como actuó Dios.

 

¿Qué caridad tuvo Dios al enviar a su Hijo a morir por nosotros? ¿Y qué sacó de rédito Él? Nada. Si Dios vive en la gloria infinita, eterna e interna; no necesitaba hacerse hombre. El ejemplo de la caridad está en Jesús, en dar hasta que duela, en amar hasta el extremo. La medida del amor es amar sin medida, como decía San Bernardo. Y eso es lo que debemos imitar.

 

En el caso de ambas virtudes, la humildad y la caridad, hay alguien que nos ha ganado. Ese es nuestro Señor Jesucristo. El ejemplo de la humildad por antonomasia, es Él, que siendo Dios se hizo hombre; que siendo de condición divina no consideró esa igualdad como algo que debía guardar celosamente, sino que se anonadó a sí mismo y se hizo hombre, como dice San Pablo en una carta a los filipenses. Y sin dejar de ser lo que era, asumió lo que no era; por lo tanto, vemos aquí que el último lugar ya está ocupado: el último lugar es el del Señor, que ha tomado el lugar no sólo de hacerse hombre, sino el lugar del condenado a muerte, del reo, del hazmerreír de toda la ciudad, crucificado en la entrada de la ciudad junto con dos malhechores. El último lugar está ocupado, porque está Él, está el Señor.

 

De modo semejante resulta analizando la virtud de la caridad. El ejemplo eminente es el mismo Cristo porque, ¿quién fue el que dio un banquete a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos y a los ciegos? Es nuestro Señor el que nos invita al banquete de la Santa Misa, que es un sacrificio pero que también es un banquete porque es el anticipo de la eternidad. Y nos invita a nosotros que somos pobres, porque ¿qué le vamos a retribuir a Dios?; nos invita a nosotros que somos ciegos porque no nos dejamos iluminar por la luz de la fe y muchas veces seguimos los criterios de la carne; nos invita a nosotros que somos lisiados y paralíticos porque andamos a los tumbos, camino hacia el Cielo y a la vida eterna. Y a pesar de todo eso, el Señor nos sigue invitando a su banquete Eucarístico, que es el anticipo del banquete de la eternidad, del Cielo, aún a sabiendas de que no tenemos cómo retribuirle.

 

Cuando el cristiano vive e imita especialmente estas dos virtudes, la humildad y la caridad, es cuando más se parece a nuestro Señor, porque Él mismo nos ha dado ejemplo. Ve y haz tú lo mismo, es lo que le dice Cristo a aquel levita que le pregunta sobre el amor al prójimo y en respuesta Nuestro Señor le relata la parábola del buen samaritano.

 

Ve y haz tú lo mismo. Si el Señor nos ha tratado así a todos nosotros, los seres humanos, nosotros no podemos proceder de otra manera sino como el Señor. Si somos cristianos, entonces tenemos que ser otros Cristos, como diría San Cipriano, y es por eso que debemos guiarnos por la humildad y la caridad.

 

Y quien más se abaje, será más exaltado; quien más se vacíe de sí mismo, más el Señor le dará su gracia y más se dejará inspirar por Él para actuar en todo según el querer de Dios. 


Que la Virgen Santísima, el ejemplo eminente de humildad, quien se ha vaciado a sí misma, quien es ejemplo preclaro de caridad porque nadie, después de Nuestro Señor, el Verbo encarnado, ha amado más a Dios y a los hombres como Ella, nos enseñe a nosotros a ser como Ella, la humilde esclava del Señor. Nos enseñe a vaciarnos a nosotros mismos para que en nuestro corazón solo reine la gloria y la honra de Dios y para que amemos a Dios en este mundo de la mejor manera, no al modo humano, sino al modo divino, para que nuestra recompensa no esté en este mundo, sino que esté solamente en las moradas eternas.


 
 
 

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