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Una Cuestión de Vida o Muerte

Actualizado: hace 19 horas

Si no obramos como apóstoles de Cristo, irremediablemente nos volveremos adeptos del mundo y de su príncipe.


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Por Aurora Llamas


Entre las distintas definiciones de “apostolado” hay una que me ha impresionado hondamente: “El apostolado es la irradiación de la luz bautismal”. Toda luz es difusiva por esencia, como el Bien, se propaga en virtud de una necesidad inherente a su ser mismo. ¿Qué decir entonces de esta luz sobrenatural que debe iluminar a todo hombre que viene a este mundo? Si su foco es infinito, calculemos en consecuencia la intensidad de su poder de irradiación.


Si el apostolado no es otra cosa que la puesta en obra de la energía luminosa con la que el bautismo nos enriquece, resulta entonces que todo bautizado debe ser apóstol; digámoslo mejor, lo es, no por naturaleza, sino por “sobrenaturaleza”, lo es por lo menos en potencia. Si descuida el acto de esta potencia, cae bajo el veredicto de Cristo, a propósito del talento entregado. 


Lo queramos o no, todo cristiano “ipso facto” se vuelve una antorcha. La sola presencia de la luz bautismal en él lo hace irradiante, a menos que, apartándose formalmente de su misión iluminadora, eclipse la claridad divina bajo el celemín de su mala voluntad; por eso hay tantas almas que van a tientas, tropezando aquí y allá, porque los católicos ocultamos nuestra luz encerrándola egoístamente y de esta manera les robamos un socorro providencial dispuesto para ellas. Pecamos a la vez contra la luz y contra el amor, privando a los demás de un don irremplazable.


En ningún tiempo un católico ha tenido derecho de confiscar así la luz; ahora menos que nunca. Tantas almas vegetan en la sombra fría proyectada por la hostilidad o la indiferencia religiosa, en esta sombra donde nos llegan los portadores oficiales de la Verdad católica. A nosotros nos toca llevar el reflejo a estos cautivos sobre quienes el sol no resplandece.


¿Acaso no experimentamos ningún sobresalto ante la gran miseria de las almas? Quizás no hemos comprendido aún el horror de lo que significa que una sola alma se pierda. La impiedad de los seres con quienes nos codeamos nos indigna, pero quién sabe en el fondo quiénes son los verdaderos responsables ante Dios; ¿ellos o nosotros? ¿Ellos, los desheredados de la claridad o nosotros sus acaparadores?


Ninguna posición social, ninguna obligación ilusoria o real, nos dispensa del apostolado. Las necesidades de los demás, su bien espiritual y el simple pensamiento de su destino final, nos obliga. 


Es importante advertir que el apostolado para beneficio de las almas, por más importante que sea, jamás justifica la desatención de las obligaciones de estado de hombres y mujeres. En el caso, por ejemplo, de la vocación del matrimonio, el primer apostolado es el de velar por la familia que Dios les ha encomendado. Los esposos primero habrán de atender sus responsabilidades en el hogar, ante el esposo o la esposa, y ante los hijos, antes de cualquier otro apostolado en su parroquia.


En cada individuo, cada uno de sus órganos tiene una función: el ojo para ver, el oído para oir, etcétera; cada órgano inferior existe en vista de una función superior: los sentidos para la inteligencia y el pulmón para el corazón, más el conjunto de esos órganos existe en vista de la perfección del todo.


Así en nuestro caso, cada uno de nosotros somos miembros del cuerpo místico y nuestro cuerpo, nuestras facultades, nuestros talentos, nuestra vida son para las almas, para su vida sobrenatural, función superior; bajo el mismo título esas almas y las nuestras, esas vidas y nuestra vida sobrenatural son para el Cuerpo Místico, para su crecimiento hasta la plenitud en Cristo.


Imposible pues, sustraerse a la vocación de apóstol, sin introducir el desorden, una especie de anemia en el Cuerpo de Cristo.


El cristiano tibio no sólo introduce ese desorden, sino que hace aún peor, a pesar suyo, hace labor contraria, porque no hay nadie que no ejerza una influencia ya sea benéfica o nociva, aún sin saberlo, en algo más grande que sí mismo. Sobre todo las mujeres, focos intensos de influencia moral. Si renuncian a colaborar en la obra de Dios, ayudarán a la del enemigo. Nadie se salva o se pierde solo y menos que cualquier otro, la mujer. 


El fruto del Árbol de vida o el que pende del Árbol mortal de la ciencia, siempre lo compartirá con alguien. Renunciar al apostolado equivale para nosotros a una deserción más o menos total. Los católicos debemos ser propagandistas de la Verdad, propaguemos la luz encendida en nosotros con el bautismo o gradualmente nos dejaremos invadir por la oscuridad. Si no obramos como apóstoles de Cristo, irremediablemente nos volveremos adeptos del mundo y de su príncipe.


Nuestro apostolado no solo es una cuestión de glorificar a Cristo o una cuestión de luz o de tinieblas para los demás; sino también para nuestra propia alma, es una cuestión de vida o muerte eternas.


 
 
 

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