La Peor Desgracia es Perder la Gracia
- P. Jorge Hidalgo
- 16 ene
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Actualizado: 20 ene
La vida de gracia comienza con nuestro bautismo y debemos cuidarla como quien cuida un tesoro en una vasija de barro.

Por P. Jorge Hidalgo
La peor desgracia que puede ocurrir a una persona no es perder la salud o el trabajo: la única desgracia es perder la gracia de Dios porque perder la gracia nos hace imposible llegar al Cielo y poder contemplar a Dios tal cual es.
Justamente para no perder tal dicha, todos los santos en la historia de la Iglesia preferían sufrir mil muertes antes de tener un solo pecado mortal. Por esta misma razón, es que, después de recibir el sacramento de la Penitencia, nosotros rezamos así en el Acto de Contrición:
Pésame, Dios mío, y me arrepiento de todo corazón de haberte ofendido.
Pésame por el Infierno que merecí y por el Cielo que perdí;
pero mucho más me pesa, porque pecando ofendí a un Dios
tan bueno y tan grande como Tú.
Antes querría haber muerto que haberte ofendido,
y propongo firmemente no pecar más,
y evitar todas las ocasiones próximas de pecado.
Amén.
En otros países se reza otro acto de contrición. Pero lo importante es recordar que debemos tener el propósito de enmienda, de dejar de ofender a Dios con nuestras faltas. Y esto es tan importante que si nosotros no tuviéramos ese arrepentimiento, la misma absolución sería inválida.
El objetivo de esta frase en la oración es justamente ése, el de hacer ver que la vida de gracia que comienza en este mundo pero que será eterna cuando estemos gozando del Cielo, puede terminar por el pecado mortal, por lo cual es preferible, antes de cometerlo, morir a esta vida temporal.
El pecado
Al nacer, el hombre nace con el pecado original que le aparta de Dios aunque éste pecado no es cometido por él, sino por nuestros primeros padres, Adán y Eva. En ellos, se llama pecado original originante; en nosotros, pecado original originado.
Aunque nosotros no lo cometimos, este pecado aparta a todo el género humano de la unión con Dios y más aún, deja en nuestro corazón la inclinación al mal, que es lo que se llama concupiscencia, que es lo que cada uno tiene dentro del alma y contra lo que tiene que luchar. Para algunos será la pereza, para otros la paciencia, la caridad, etc.; cada uno con su propia inclinación, lo que nos recuerda las palabras de San Pablo:
Puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Rom 7, 19-20
Esta tendencia al pecado, además de nuestras propias faltas, nos apartan de Dios y no hubiéramos tenido jamás la vida eterna si Nuestro Señor Jesucristo no hubiera venido al mundo; por eso se encarnó, fue bautizado, murió en la Cruz y resucitó para darnos vida, la vida de la gracia.
Un tesoro en una vasija de barro
Nuestro Señor Jesucristo no tenía que recibir el bautismo, sin embargo eligió ser bautizado por Juan y se sumergió en el agua para darle a las aguas el poder de santificar. Gracias a este acto, ahora el que recibe el agua bautismal con la fórmula adecuada, es hecho hijo de Dios.
Así como Cristo resurge para siempre glorioso, de la misma manera ocurre con los bautizados, son -como dice San Pablo- una nueva criatura, en donde había muerte, ahora hay vida. Cristo nos salva en la Iglesia, con el bautismo nos hace hijos de Dios y miembros de la Iglesia Católica.
La nueva vida es la vida de la gracia, la vida sobrenatural, la vida sin la cual nadie puede agradar a Dios. Es la vida que comienza en nuestro bautismo y que debemos cuidar como quien cuida un tesoro en una vasija de barro de tal manera que no se rompa, que no se pierda. Debemos cuidar esa vida sobrenatural que Dios nos ha dado gratuitamente.
No todo se ha manifestado
Así como durante el bautismo de Jesús se hizo manifiesta la Santísima Trinidad; en el bautismo de cada cristiano pasa algo parecido, aunque de modo análogo. La Santísima Trinidad se manifiesta en el que es adoptado como hijo, porque se convierte en hijo de Dios, hermano de Jesucristo y templo del Espíritu Santo, de tal manera que el mismo Dios vive en el de los bautizados.
Y aun cuando ya es bastante grande este don obsequiado por Dios, dice San Juan en su primera carta, que aún no se ha manifestado lo que seremos, y cuando lo veamos, lo veremos tal cual es. Es decir que lo que Dios ha comenzado en el bautismo, lo va a terminar en nuestra alma cuando estemos cara a cara viéndolo a Él si nosotros perseveramos en el camino de la gracia y en el camino de la caridad.
Por eso debemos valorar que el bautismo es el mejor don que Dios nos ha dado y que la gracia de Dios es un regalo infinito. Dice Santo Tomás: «El bien de la gracia de uno es mayor que el bien natural de todo el universo» ( STh I-II, 113, 9 ad 2) Por ende, si toda la perfección del universo no alcanza en su bien a la mínima gracia, tenemos que luchar siempre para vivir en gracia de Dios.
Pidamos a Dios y a Nuestra Santísima Madre la gracia de valorar estos dones, de desarrollar esa vida interior que el Señor ha puesto en nosotros el día de nuestro bautismo y que vivamos coherentemente nuestro bautismo. Que Dios termine en nosotros la obra que ha comenzado en nosotros en el bautismo, siempre que seamos fieles a esa gracia, para poder verlo en el Cielo para siempre.
Y que nos ayude a luchar contra el pecado mortal para no caer en él, sino que el amor de Dios crezca en nosotros por nuestra oración, buenas obras y la confesión frecuente; porque según el grado de gracia que tengamos el día de la muerte, va a ser el grado de gloria que tengamos para toda la eternidad viéndolo a Dios para siempre en el Cielo.
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