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Del Hombre Medieval al Hombre Moderno

Actualizado: 13 ene

Mientras el hombre tradicional tiene fe, cree en la manifestación de la divinidad y en la de lo sagrado, el hombre actual duda de todo y no deja espacio en su conciencia para la fe en Dios, ni para creer en el pecado, en el vicio, o en el delito y en consecuencia lo degrada todo.



Por Anuar López


Cuando en la Suma Teológica santo Tomás de Aquino afirma que la gracia no destruye a la naturaleza, sino que la supone y la eleva, da el firme argumento que refuta, con tres siglos de anticipación, a Martín Lutero, que rompiendo la relación entre lo natural y lo sobrenatural resulta ser el padre de la “muerte de Dios” anunciada por su conciudadano Frederick Nietzsche.


El hombre dejado a la sola naturaleza se termina entregando a lo antinatural, como lo asegurara el brillante filósofo del sentido común y humorista G. K. Chesterton.


El hombre medieval -tomista por naturaleza- veía en el universo orden, leyes, causas y principios, y suponía a un gran ordenador, legislador, causador eficiente, ejemplar y formal de todo lo que le rodeaba y, principalmente, de todo lo que él mismo era. Como un pequeño universo en el que se reflejaba todo el cosmos que le era conocido; introducido en su inteligencia por medio de sus sentidos.


Así interactuaba el hombre medieval con su entorno. No era un “ser ahí”, brotado de la nada y para la nada, un ser para la muerte, sino más bien un ser para la vida; un ser para saber, conocer y obrar en consecuencia de las verdades descubiertas por su inteligencia, siendo responsable de sus obras deliberadas en el proceso de su voluntad.


Ese hombre medieval -al que podemos llamar también tradicional por venir desde antiguo- se sabía capaz de pensar, razonando lo que su inteligencia le brindaba sobre la experiencia de su entorno. Se sabía capaz, también, de conocer al mundo y a los hombres; de poder teorizar sobre ellos, partiendo de la realidad concreta para llegar hasta la especulación más elevada que el hábito de su inteligencia fuese capaz de alcanzar. Recordaba así, rindiendo a su vez tributo al “Cid campeador” de los filósofos, al viejo Aristóteles, que después de muerto sigue venciendo a sus enemigos. Era agradecido con sus muertos, con su mundo y con Dios y esto lo hacía poseedor de una herencia, de un patrimonio, de una transmisión, de una tradición. No era un desheredado ni un paria. Tenía raíces que no lo inmovilizaban, sino que lo dotaban de savia y de vida: brotaban de él frutos que mostraban su esencian. El obrar seguía al ser.


Sosteniendo que Dios existía; reconocía su mano de artista en las pinceladas del universo al que llamaba creación. Veía, escuchaba y entendía el poema divino; era “teofánico” y “hierofánico”. Creía en la manifestación de la divinidad y en la de lo sagrado; tenía fe y amaba el mito.


Viendo que la vida se manifestaba y afirmaba en una planta, decía: hay elementos que la ayudan a vivir y la ausencia de ellos, lógicamente, la hacen morir. Sabía que esa planta diluía sus nutrientes en el agua y así podría alimentarse. Veía que la falta hídrica la hacía marchitarse para después morir, cuando el sol trasponía el horizonte.


Viendo esas operaciones en todas las cosas que brotaron a la existencia sin su participación -incluyendo su propia existencia- veía de fondo a un operador que no sólo las había creado, sino que las hacía permanecer existiendo. Entendía que ese ordenador manifestaba su voluntad escrita en el orden de cada uno de los seres traídos a la existencia desde la nada, ya que en el principio sólo era su inteligencia su voluntad y su palabra.


Ese hombre, escalando la montaña de la ciencia que nos hace conocer a las cosas por sus causas, se atrevió a creer en Dios; tuvo la osadía de creer en su revelación, que comprendía que no destruía su inteligencia, sino que la sobrepasaba con el misterio. No lo podría comprender todo, pero sabía que ese “todo” tenía una razón suficiente para existir. Razón que no se encontraba en ninguna de las partes de ese “todo”, sino fuera de ellas. Que ninguna se había hecho a sí misma.


Bajo aquella revelación primordial que le fue transmitida oralmente comprendía el origen de su inquietud y de su falta de descanso. Sabedor que al ser sacado de la nada se encontraba ligado a su hacedor, se daba cuenta de que ahora se veía desligado de Él y por ello buscaba su religación; volver a la unión en la que descansaba la razón de su existencia.


A esa “desligación”, en el ámbito teológico, la llamó pecado o ausencia o negación de su naturaleza; en el ético, vicio como hábito separador de la virtud; en el político, le llamó delito o crimen. Así es como la ley positiva y humana se justificaba en la ley natural que regía su conciencia y su entorno, y esta última, a su vez, emanaba de la ley divina, como causa formal y constitución interna de la voluntad del hombre ante el hombre, ante el mundo y ante Dios.


El hombre moderno, en cambio, “elevado” por su “ciencia nueva”, que consiste en el conocimiento de su conciencia por su propia conciencia, ya no conoce las cosas por sus causas; ya no encuentra un sustento en la ley positiva que no descanse en su voluntad. Por tanto, ya no se entiende como un ser sujeto a la ley de la naturaleza, rompiendo así su posibilidad de unirse con la razón universal que de la nada lo hizo todo, resultándole lógico que dude de todo, menos de su duda. No habiendo más espacio en su conciencia para la fe en Dios, ni para creer en el pecado, en el vicio, o en el delito.


Consecuentemente cabe para este hombre moderno despenalizarlo todo. Toda vez que nada puede afirmarse como bueno o malo, justo o injusto, maldito o sagrado. No hay más orden objetivo, sino únicamente “voluntad de poder”. Y en la voluntad de poder, el más poderoso queda justificado ante el débil desheredado.


La ley moderna que emana de una constitución, de un congreso o de un partido no es más que la ley de la selva, vestida de ornamentos obtenidos mediante el saqueo, el despojo y la barbarie que se presenta como novedad, pero que es tan vieja como el “príncipe de este mundo”; aquel prófugo de la felicidad y el sembrador de la discordia, de la cizaña y homicida desde el principio.


El hombre debe tornar a la ley justa mediante el entendimiento de que el derecho no es sino el reconocimiento del orden natural y no una construcción voluntarista sustentada en la convencionalidad de quienes dogmatizan y se benefician de la ideología reinante; debe volver a exigirse la conducta virtuosa y noble, entendida como la firmeza de la voluntad en aspirar a lo más elevado en la escala de los bienes morales que son encontrados por su inteligencia que opera sobre las cosas y no sobre sí misma, para estar en condiciones de ser consciente de su indigencia y su nada y abrirse a las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad que le son dadas por Dios, que lo es todo, y lo religan con Él, con su propia naturaleza y con su prójimo. Debe comprender que la existencia del delito es provocada primero por un mal moral que debe ser combatido personalmente y que ese mal moral nace por el rompimiento que ha tenido con Dios al negarle reconocimiento a su Potestad, su Señorío y Realeza. Debe volver a tener alma y espíritu que le permitan sentir de nuevo la inquietud de su existencia que se encuentra inclinada naturalmente a buscar la paz y la recta conciencia y sólo así encontrará, con el santo de la gracia, que: “Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón no encuentra sosiego hasta que descanse en Ti”.


¡San Agustín, ora pronobis!



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