La Verdadera Felicidad
- Mons. Héctor Aguer
- hace 3 días
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Para quienes buscan la felicidad y solo encuentran una mala imitación de ella, en el presente artículo descubrirán la pista para hallarla.

Por Mons. Héctor Aguer
El concepto de felicidad procede de los innumerables intentos de filósofos, poetas y toda clase de artistas que han procurado definir de algún modo lo que constituye la vocación del ser humano, y en el fondo su misma realidad como criatura. Es el cumplimiento o acabamiento de la libertad en el desarrollo de la vida. Fin no en el sentido de acabamiento sino de plenitud, de realización.
La experiencia de la felicidad es subjetiva: depende del estado de conformidad o satisfacción que cada uno ha alcanzado. Así, desde el punto de vista psicológico, se puede describir la felicidad como un estado emocional positivo, un sentimiento de satisfacción y bienestar físico y espiritual, asociado a la realización de ciertos objetivos. El término “felicidad” procede del latín; lengua en la que significa fecundidad o prosperidad.
La Tradición cristiana y sus raíces bíblicas presenta la felicidad como un don divino, gratuito, un llamado (de ahí considerar la felicidad como una vocación) al acceso a la intimidad con Dios, en una vida eterna. San Agustín lo ha expresado maravillosamente al referirse al auténtico fin del hombre. Dice: “allí veremos y amaremos; seremos amados y prorrumpiremos en la alabanza”. Ese “allí” significa el Reino de Dios, al cual la criatura humana es destinada. Ese será el fin, que no tiene final.
Es llegar al Reino, tal como aparece en el Nuevo Testamento: Dios crea al hombre para que lo sirva y lo ame; para eso lo ubica en un Jardín de delicias; la redención de Cristo es como una nueva creación. El hombre es llamado a la intimidad con Dios que se revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Hijo, hecho hombre en el seno virginal de María, aporta la felicidad verdadera, que supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas: es esa intimidad lo que constituye el verdadero Paraíso. Se alcanzará más allá de la muerte, porque aun las realidades más útiles de la vida –como, por ejemplo, la ciencia, la técnica y el arte- no pueden calmar la vocación a la felicidad. Solo Dios puede hacerlo.
Los santos han comprendido esto a la luz del Misterio de Cristo, de su sacrificio y su resurrección. Ellos han optado por la verdadera felicidad, triunfadora de todas las desdichas. La libertad nos ha sido dada para elegir el Bien, para descubrir el camino al Reino de los Cielos. A él nos vamos acercando “pedetentim”, mediante actos cotidianos que podemos realizar valiéndonos de la gracia del Espíritu Santo.
Felicidad y desdicha se alternan en la vida de todos los hombres. Es imposible que la existencia en este mundo carezca completamente de desgracias. La felicidad plena es una realidad del mundo futuro. Hay que introducir aquí la cuestión femenina. La literatura registraba la superioridad de la mujer en su capacidad de sobreponerse al dolor, a la pérdida, para reencontrar la felicidad. Pongo, por ejemplo, las novelas de Fiódor Dostoyevski. El talante de la mujer es superior a la capacidad del varón para resistir al mal y aspirar al bien. La mayor parte de quienes se suicidan en las obras evocadas, son varones; ellos no soportan la desgracia, especialmente la deshonra, la pérdida del honor. La mujer está acostumbrada a cargar con el peso de lo que cuesta; lleva al hijo en su seno y lo da a luz con dolor; lo acompaña en las buenas y en las malas. A este propósito, la figura prototípica es la Virgen María, al pie de la Cruz de Jesús.
Es indiscutible que estamos hechos para la felicidad, que ése es el fin de la vida, en cuanto realización y acceso a la plenitud. También, de hecho, el hombre no puede evitar la muerte, lo cual es fin en el sentido de acabamiento. Un rasgo de la felicidad es saber morir. Fe, Esperanza y Caridad constituyen la felicidad, en el disfrute ahora posible, en la expectación de su desarrollo pleno y en su gozo total. Estamos hechos para la vida eterna.
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