Una Deuda con la Verdad
- Luis Ángel Ramírez Ramírez
- 11 dic 2024
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 16 dic 2024
En un mundo moderno cautivado por mentiras revestidas de verdad, predicadas desde altas posiciones y algunos púlpitos, se resiente la carestía de aquellos siervos de la verdad que no dedican su vida a otra cosa que a servirla y transmitirla.

Por Luis Ángel Ramírez Ramírez
El hombre que es encontrado por la Verdad tiene una deuda con ella que sólo se paga con la fidelidad y la transmisión de la misma.
La epistemología, tratado de la filosofía encargado de estudiar la posibilidad y la forma de conocer, nos plantea la verdad como objeto de la inteligencia. Esto se ve fundamentalmente reflejado en cualquier ciencia.
Es bien sabido que si el estudio exige algo, es el uso de la inteligencia, que no es otra cosa que leer desde dentro. Y ¿qué es este leer desde dentro, sino buscar la verdad de las cosas?
El hombre asiduo al estudio, el intelectual, es el hombre que posee la deuda tal vez más grande, sólo después del pecado. Esta deuda es en favor de la entrega que la verdad le hace a su razón.
Santo Tomás de Aquino, a quien encomendamos estas líneas, nos legó una tradición escolástica ordenada y sistematizada que, en contra de los errores del aristotelismo árabe, enseña que la verdad única puede ser conocida por la razón y por la fe, siendo mayor la última.
Si bien la fe es superior, la razón es el instrumento natural que Dios tuvo a bien entregarnos para descubrir la verdad de las cosas. Es esta razón la que discurriendo va de verdad en verdad profundizando y conociendo aquello a lo que tiende naturalmente; aun cuando se equivoca y toma por verdad algo que no lo es, en el momento inmediato que descubre su error emprende el camino para encontrarse con aquello que sigue apeteciendo. Más allá de los vicios intelectuales que cualquier persona puede tener y aún con ellos, busca la verdad.
San Agustín, en uno de sus sermones, demuestra cómo todo hombre, incluso quien engaña, no desea nunca ser engañado[1], es decir, no quiere nunca que se le oculte la verdad ni desea tomar por verdad algo que tiene por mentira. No falta en ningún tiempo, sin embargo, quien tome por verdad premisas utilitaristas, hedonistas, materialistas y un sin fin de mentiras debido a sus vicios, pero nótese como no dejan de elegir aquello que les aparece como verdad según sus sesgados criterios. En fin, a la inteligencia no le interesa descubrir la mentira para poseerla, sino la verdad.
Siguiendo el testimonio del mismo santo, es la Verdad quien encuentra al hombre. Esto se sostiene también cuando lo que se usa es la razón, pues esta sólo es capaz de leer en la realidad aquello que precisamente por ser real, tiene carácter de cognoscible, que puede ser conocido. Esto es demostrado en lo siguiente; no podemos conocer nada que no sea, y si siendo, en consecuencia, es conocido, resulta evidente que su ser precede a la inteligencia que lo estudia.
El mismo Jesucristo en el Evangelio del discípulo más amado nos dice con total y merecida autoridad: «Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida…»[2]. Con esto, el Verbo encarnado, la Palabra, la Verdad del Padre no nos decía otra cosa, sino que se estaba revelando aquello que todos buscan con el intelecto, que era Aquel a quien intentaban descubrir y conocer para encontrar el sentido verdadero y último de todas las cosas[3] y huelga decir que su misma Encarnación es muestra de la iniciativa que toma para ser conocido y adorado según lo que Él mismo desea. No perdamos tampoco de vista que esto, formando parte de la revelación, no se enemista, antes bien, aporta en sobremanera al estudio filosófico al más puro estilo escolástico y tomista.
Esta Verdad, que venimos escribiendo con mayúscula para referirnos a Nuestro Señor Jesucristo, es la Verdad que sostiene toda la verdad que podemos conocer en las cosas; es el Ser que sostiene el ser de las cosas, es lo que las hace ser y por las que se revela a la razón por medio del estudio[4].
En consecuencia, lo que estudia cualquier hombre afanoso del conocimiento, no es en el fondo otra cosa que una Verdad que se le muestra por diferentes medios; una verdad que por decisión propia y gratuita se deja conocer y alcanzar gradualmente por quien la busca honestamente. Esta es la razón de la deuda; la iniciativa de la Verdad que se deja encontrar.
Ante esto que venimos demostrando, no podemos asociar primero ninguna virtud antes que la humildad. La humildad, decía Santa Teresa de Jesús es: «Andar en la verdad»[5] y vaya verdad la que dijo. No puede ser humilde quien niega lo que sabe verdadero. La humildad es fundamental para poder asumir lo que la verdad implica. Así, el intelectual no enseña y pregona la verdad conocida primeramente por deseo suyo, sino porque sabe que es algo más grande que él y le sirve en gesto de humildad. Esta humildad, dicho sea de paso, se pierde cuando se reconoce, es por eso que el estudioso ha de enseñar la verdad sin detenerse en el elogio propio o ajeno y ejercitando así la humildad que no se reconoce en sí mismo. Estas son dos notas características del humilde: que conoce la verdad y que no se goza de saberla, sino que procede a transmitirla.
En un mundo moderno cautivado por mentiras revestidas de verdad, predicadas desde altas posiciones y algunos púlpitos, se resiente la carestía de aquellos siervos de la verdad que no dedican su vida a otra cosa que a servirla y transmitirla.
El intelectual no defiende la verdad como suya, sino que la transmite sabiendo que ésta es dueña de él. El estudio, aquel verdadero método en el que se investiga y discurre para conocer el ser, mucho más que cualquier lectura superficial de la realidad, tiene un alto valor que resulta ser un servicio, una obediencia, una entrega.
La negación casi universal de la Verdad que vemos actualmente se encontraba ya embrionariamente en los inicios de la época moderna, pero más sobrenaturalmente en aquel «non serviam» del padre de la mentira. Estas palabras se siguen repitiendo en todos aquellos que conociendo la verdad la niegan, en cualquiera de sus grados. El cientificismo moderno y la falsa filosofía de tantos sofistas, ambas tan ponderadas en la actualidad, son la manifestación de la esclavitud a la que el hombre se ha sometido con ignorancia voluntaria al negarse a servir a la verdad. Ninguno entre estas filas, que con obstinada cerrazón niega la verdad, puede ser tomado por hombre de estudio.
Desde este ángulo, el estudioso es el hombre libre, porque es la verdad quien otorga la libertad. La certeza de esta premisa resuena en aquellas palabras de Nuestro Señor Jesucristo: «La verdad os hará libres»[6]. Esta libertad consiste en conocer la verdad y entregarse a ella, en rechazar cualquier seducción intelectual del mundo siempre que se opone a la verdad última de todo. En el yugo de la verdad se encuentra la libertad, mientras que en la seducción de la mentira se encuentran las cadenas de la esclavitud.
Verdad, humildad y libertad son una triada inseparable que distingue al hombre que reconoce una deuda con aquello que ha conocido al menos parcialmente desde la razón (elevada por la fe), que no es algo, sino alguien, Jesucristo el Hijo de Dios.
[1] De Hipona, San Agustín, Sermón 306.
[2] Jn. 14, 6.
[3] Cfr. De Aquino, Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q. I, a. I.
[4] Cfr. De Aquino, Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, Libro I, Capítulo I.
[5] De Ávila, Santa Teresa, El Castillo interior, Morada VI, Capítulo X.
[6] Jn. 8, 32
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