Un Cónclave sin Católicos
- Adveniat
- 7 may
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Actualizado: 8 may
¿Puede una película sobre la Iglesia ignorar su alma? En Cónclave, la intriga política y el escepticismo ocupan el centro del relato, pero el catolicismo brilla por su ausencia.

Por Miguel Ángel Horta
Aquí entre nos, debo admitir que no resistí la tentación de ver la película “Cónclave” que recientemente fue galardonada con un premio Oscar. A decir verdad, no puedo decir que me decepcionó, porque realmente mis expectativas ya eran de por sí muy bajas. El largometraje, como era predecible, aprovecha temas controversiales y la fama de las conspiraciones vaticanas para construir su narrativa. Corrupción, escándalos y secretos indecibles están a la orden del día en el argumento, pero, sin lugar a duda, la temática más recurrente que el espectador puede notar, tal y como ocurrió con la película “Los dos papas”, es la presunta división que hay entre los prelados de más jerarquía en la Iglesia Católica.
Debo advertir que no es mi intención hacer una crítica técnica y erudita sobre los cuantiosos
errores e incompatibilidades con la realidad histórica, canónica y litúrgica que se presenta en el filme. Ya he visto buenas críticas en este sentido de hombres más letrados que yo y no quisiera repetir lo que ya se ha dicho y de tan informada y elocuente manera. Prefiero aprovechar estas líneas para compartir lo que nadie me pidió, pero que doy con la satisfacción de saber que no obligo a nadie a leer este sencillo texto.
A decir verdad, ni siquiera pretendo que mi revisión sea exhaustiva. A pesar de que la película puede ser ampliamente criticada, centraré mis comentarios en un aspecto que verdaderamente me llamó la atención por el nivel de pobreza argumentativa que demuestra, ya que, en una película que habla de la Iglesia Católica no se ve catolicismo por ningún lado. Realmente, como película de ficción me pareció apenas entretenida y como intento de presentar la situación actual de la Iglesia me pareció tremendamente parcial y hasta de mal gusto. Un típico enfoque dialéctico que, desde coordenadas progresistas, usa de pretexto un hipotético cónclave para confrontar con un claro sesgo ideológico a liberales y conservadores imaginarios y proponer una dicotomía simplista que, en ese sentido, también es falsa al asumir un total vaciamiento de la dimensión religiosa.
No se me mal entienda, mi indignación no procede de que yo atribuya falsedad a la evidente
división entre el clero, habría que ser ciego para no ver la división no solo entre consagrados sino entre todos los bautizados del orbe. Tampoco mi crítica proviene de que se haya hablado de la corrupción del clero, ni ésta es una carta de protesta porque alguien se atrevió a hablar mal de los eminentísimos señores cardenales que, en no pocas ocasiones, hacen pasar vergüenzas al resto de católicos en el mundo. Si digo que los creadores fueron parciales y el filme desgraciado, es porque en las poco más de dos horas que dura la película, vi muchas sotanas, mucho boato, vi muchos tipos de “funcionarios eclesiásticos”, incluso vi la fidedigna variedad de comportamientos deleznables en prelados católicos representados en los protagonistas, pero lo que no vi (salvo en algunas pocas actitudes de personajes secundarios) fue un auténtico catolicismo.
¿Dónde están los católicos en esa película? Los que de verdad creen, los que de verdad aman, los católicos que de verdad esperan. Aquellos a los que veo comulgar los domingos con absoluta devoción, a los que he visto llorar frente al santísimo expuesto, a los que veo orar con total confianza frente a los altares. ¿Por qué no hay espacio en esa película para los pastores a los que veo consagrar y tratar la Santa Eucaristía con tal cuidado que no queda duda de que creen que es a Dios al que tienen en sus manos? Me da la impresión de que en la imaginación de los productores, entre los clérigos sólo puede existir la disidencia política, ya que su mente materialista sólo puede concebir a la Iglesia como una institución influyente, a la jerarquía como un juego de poder y a los clérigos como hombres que se asumen a sí mismos como miembros de la clase dirigente de una organización mundana.
Su limitación ideológica les dibuja en todo una motivación coherente con el materialismo que profesan, y en su perspectiva, la religión solo puede encontrar en sí misma una dimensión temporal y contingente.
A pesar de esa limitación ideológica, me parece absolutamente reprochable que, en una
película que intenta hablar de la Iglesia Católica, haya un nulo esfuerzo por representar por lo menos algo de pensamiento y sensibilidad católica en alguno de los cardenales. Y, sin
embargo, parece sobrar espacio para que el Cardenal Lawrence interpretado por Ralph
Fiennes, proyecte su escepticismo en un discurso desolador que idolatra a la duda y que
demuestra una profunda ignorancia de lo que es la Fe, diciendo abiertamente que, “solo
dudando es que se puede tener fe”. Una sentencia que es una clara alusión al sueño de los
liberales que quisieran que los católicos, en lugar de la certeza en la Fe verdadera, tuviéramos una opinión.
¡Qué espectáculo tan desagradable es tener a un personaje tan verosímil a algunos “pastores” que, más allá de confirmar en la fe a su grey, se empeñan en sembrar la duda y contradecir directa o indirectamente hasta lo más elemental! ¡pastores con complejo de revolucionarios que se sienten héroes por desafiar el protocolo litúrgico o canónico mientras abandonan la trinchera de la salvación de las almas, dejándolas a merced de los enemigos! ¡pastores que más que pastores, se comportan como administradores o funcionarios de una institución diplomática o de beneficencia social! ¿En qué les aprovecha la frugalidad si su testimonio no es más que una oda vacía al minimalismo? ¿De qué sirve derrochar lástima por los desvalidos si la caridad no les mueve a convertir a Cristo a todos esos corazones para que en Él descansen sus aflicciones?
El colmo en esa película fue cuando este cardenal decano se da el lujo de exhibir en su sermón a propósito del cónclave, su profunda crisis de fe y su odio a la verdad que debería sostener con certeza. Dicho sea de paso, que no solo es desagradable, sino que también irónico, ya que la misma naturaleza del cardenalato no se entiende sin la certeza de la institución divina del papado. Que terrible debe ser vestir una sotana roja que simboliza la disposición a dar la vida por la Iglesia, cuando no tienes certeza de que es la verdadera, ser llamado sucesor de los apóstoles que murieron mártires cuando tienes la duda hasta de lo más elemental, porque, ¿quién dará en su sano juicio la vida por defender algo en lo que no está seguro si creé?
Toda la película gira en torno a esta figura aciaga y displicente que desborda escepticismo y
que desconoce que la fe es el asentimiento voluntario del intelecto a la Verdad y que, en una elección de veracidad de una cosa por sobre otra donde la duda está de por medio, no es fe lo que se tiene sino una opinión. La fe implica certeza porque si no, la voluntad quedaría trabada en una eterna indecisión que solo podría permitir asentir a la duda como verdad última de todo, volver una y otra vez de forma cíclica sobre un cuestionamiento aparentemente incontestable en donde no hay reconocimiento de verdad posible.
Precisamente el personaje del cardenal Lawrence encarna esta patética condición de
incredulidad que hace de la duda un dogma absoluto y que dibujan a un hombre fracasado
que, ataviado en traje cardenalicio, testifica en su sermón su rotunda fe en la duda. Una fe
incluso más fuerte que lo que su opinión de Jesucristo o de la Iglesia pueda llegar a significar, porque, es evidente que la duda es lo único de lo que sí tiene certeza. Así, lo que el desdichado personaje del cardenal decano está intentando hacer con sus hermanos cardenales, es persuadirlos de la necesidad de apostatar sin siquiera tener que cambiarse de ropa, quitar los santos de los altares o hacer otro concilio, basta con cambiar todos los dogmas por uno solo, el dogma de la duda como fundamento último de todas las cosas.
Pero no solo hay basto espacio para el desafortunado testimonio del decano del sacro colegio cardenalicio (Lawrence) que presume públicamente del fracaso de su vida invertida en ser miembro de una Iglesia incompatible con su escepticismo calamitoso. También hay espacio para el lascivo, para el ambicioso, para el progresista honesto y coherente con sus principios, para el hermafrodito cándido que se convierte en Papa, incluso, espacio para hacer una caricatura falaz de lo que una pobre o malévola visión entiende por tradicional. Una visión representada por el cardenal Tedesco, un personaje grotesco y estridente, pródigo en actuar con grosería y que, casualmente, es el personaje que alaba la misa antigua y las fórmulas tradicionales. Es interesante que en la película este personaje es impedido por los guionistas de demostrar siquiera la elemental urbanidad en la mesa, ¿por qué? Pues es un misterio, pero parece que, para los progresistas, todos los que prefieren la misa en latín son absolutamente incapaces de demostrar la más elemental educación o caridad. En fin, que sobra espacio para todo, menos para mostrar algo de piedad católica en la Iglesia del siglo XXI.
Se engañan los que creen que esta película es una especie de retrato integral de la Iglesia,
porque solo aparece lo peor del elemento humano de ella en diferentes versiones. Hay un
reduccionismo que atiende a una especie de homologación con la política partidista liberal
en la que lucha el bando del cambio contra el bando conservador sin entender que, en todas las perspectivas hay un ánimo por cambiar algo y conservar otra cosa. La cuestión no es cambio o conservación porque la Iglesia ha cambiado cosas en sus dos milenios de existencia, sino que lo importante será, ¿qué se cambia? Porque no todo es posible cambiar, por lo menos no sin comprometer la fidelidad al evangelio.
Las últimas palabras del personaje del cardenal Lawrence en aquel discurso terrible, fueron
un llamamiento a pedir un papa que dude, pero los católicos en cada cónclave, queremos un nuevo papa, no un nuevo papado. No nos atribuimos la arrogante potestad de corregir la plana a Jesucristo que encomendó a los apóstoles y a Pedro como príncipe de ellos “hacer
discípulos a todos los pueblos” y confirmarlos en la Fe. Su misión está dada por Dios mismo
y a ella responde el ejercicio de su autoridad. Los católicos queremos a un padre que nos
muestre la Verdad en la Caridad, no a un líder carismático que sume su voz a la trivialidad
mundana o a la réplica mordaz contra los mismos fundamentos de la fe. Y sí, queremos una
liturgia mística, sacra y tradicional, no por una maniática obsesión por conservar un montón
de antigüedades, sino porque, frente a la contingencia de lo profano, la liturgia nos conecta
con las verdades perennes y con la Iglesia triunfante donde están nuestros hermanos de todos los tiempos. No queremos que se nos arrebate el misterio de lo sagrado, queremos tener consciencia de él.
Así, en cada cónclave, cuando el camarlengo dice “extra omnes”, los católicos del mundo
rezamos para que del balcón salga un padre, no un rockstar. ¿Por qué habríamos de preferir a otro líder político absorto en temas temporales antes que un pastor que nos mueva a buscar el amor de Dios? Puesto que, si secularizamos lo sagrado al punto de hacerlos indistinguibles, ¿qué sentido tendrá entonces la fe? Y que me disculpen todos aquellos a los que les parece chocante que hable en plural refiriéndome a las expectativas católicas de un Papa, espero no parezca soberbia pensar que los católicos del mundo pedimos que, de entre esos hombres vestidos de rojo, deseamos que salga uno vestido de blanco capaz de responder a Cristo como lo hizo san Pedro en el momento en que todos aborrecían sus palabras: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.
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