¡No Quiero ser Nada! ¡Quiero Morirme e ir al Cielo!
- Claudia Ortiz
- 1 nov 2024
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 4 nov 2024
Hombres y mujeres, chicos y grandes, desde principios del cristianismo hasta nuestros tiempos han elegido ser ciudadanos del Cielo para dar gloria a Dios. Ahora son Santos para la Iglesia Universal y pueden ayudarnos a ir también a la Patria Celestial.

Por Claudia Ortiz
Qué tremendo es conocer el deseo ardiente de una persona llena de vida, de salud, con aparentemente muchos años por delante, inteligente y con amplias posibilidades de éxito, pero que en su corazón alberga un fuerte deseo incomprensible: ansía morir para alcanzar el Cielo. Una noticia así resultaría impensable, sobre todo en nuestros tiempos.
También parece inconcebible saber que alguien puede estar sentenciado a muerte si no declina a su elección por Cristo; y que, a pesar de la amenaza, completamente consciente, se mantiene firme hasta el último momento y está dispuesto a morir por su fe.
Pero en realidad estas reacciones de sorpresa sólo corresponden a la lógica del mundo, de alguien que mira sólo de manera horizontal, lo humano, lo de esta tierra, se cree que vive por sus propias fuerzas y se ha olvidado de quién lo sostiene. Porque el testimonio de un San Ignacio de Antioquía, San Francisco Marto, San Luis Rey de Francia, y de muchos otros siervos de Dios, Beatos o Santos, incluso desconocidos para el mundo, visto con los ojos de la fe, apreciado desde el punto de vista trascendente, de hecho, ¡es glorioso! Es una locura, sí, pero una locura de amor a Cristo Jesús, quien ya todo lo ha dado por nosotros.
Muchos santos en la Iglesia, aún los que son desconocidos, han externado su anhelo por la Patria celestial, como es el caso de Santa Teresa de Jesús, con su famosa frase: “Muero porque no muero”. Conviene conocer otros casos para renovar las fuerzas, para tener presente el destino final y recordar a los que ya nos han puesto el ejemplo del dulce anhelo de morir para vivir y glorificar a Dios junto a los ángeles, los santos y la Virgen Santísima.
Si no pudiera hablar, mis manos gritarían ¡Viva Cristo Rey!
Francisco Marto tenía apenas 8 años cuando se le apareció por primera vez la Santísima Virgen en Cova de Iria, en Fátima, pero aún a esa corta edad tenía muy claro su destino final. Cierto día, dos señoras bondadosas se entretuvieron con él en su casa, preguntándole sobre la carrera que desearía abrazar cuando fuese adulto.
-¿Quieres ser carpintero?, le preguntó una de ellas.
-No señora.
-¿Quieres ser militar?
-No señora.
-¿Y doctor, no te gustaría?
-Tampoco.
-Ya sé yo lo que te gustaría ser… ¡Ser sacerdote! ¡Decir misa! ¡Predicar en la Iglesia! ¡Confesar a la gente! ¿No?
-No, señora, tampoco quiero ser sacerdote.
-¿Entonces, qué quieres ser?
-¡No quiero ser nada! ¡Quiero morirme e ir al Cielo!
La Santísima Virgen les dijo en su primera aparición, el 13 de Mayo de 1917, que Francisco necesitaba rezar muchos rosarios para ir al Cielo, así que él buscaba cualquier pretexto para apartarse, rezar y hacer sacrificios. Pasaba seis horas frente al Sagrario en la Parroquia de Fátima con “Jesús escondido”, como decían ellos al Santísimo Sacramento, ya que le había afligido mucho el saber que Jesús era gravemente ofendido y que muy pocas personas reparaban esos agravios, por eso ofrecía sus sacrificios para consolar al buen Dios.
Francisco enfermó, pero siempre estaba alegre y contento. Le decía a Lucía: “Dentro de poco iré al Cielo”. Y a su madre le decía: “No tengas pena, voy para el Cielo, allí ruego por ti”.
Hacia las seis de la mañana del viernes 4 de abril de 1919, dijo a su madre: “Qué hermosa luz hay allí cerca de la puerta”. Después de un momento de silencio, el niño dijo: “Ahora ya no la veo”. Su rostro se iluminó con una sonrisa angelical, sin agonía y sin el más leve gemido, el alma de Francisco subió al cielo.
¿Qué inspiró a Francisco para que, a tan corta edad, aspirara al Cielo? ¿Será que solo puede anhelarse después de una visión celestial? Francisco había recibido la gracia de haber visto el Infierno, pero sobre todo, su alma se volvió al Señor para reparar su Sagrado Corazón tan ofendido.
Otro pequeño tuvo el mismo anhelo que él pocos años después y no tuvo visiones del Cielo, sino que personalmente vio a chicos y grandes que entregaban su vida por Cristo, y sus cuerpos amanecían colgados en las calles o en la plaza principal de su pueblo, se trata de San José Sánchez del Río.
Tenía 13 años de edad cuando, el 31 de Julio de 1926 entró en vigor en México la Ley Calles, que atropellaba las libertades de los católicos, motivo por el cual los fieles se levantaron en armas, lo que dio inicio a una persecución por parte del ejército federal que mataba a todo aquel que se negaba a gritar “viva el supremo gobierno”, en lugar de “Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe”, que era de hecho el grito de guerra de todos los cristeros que, aunque casi dos mil años después, emulaban a los primeros cristianos que perseguidos en Roma por adorar al único Dios verdadero, gritaban ¡non possumus!, es decir, “no podemos” … ¿qué era lo que no podían? servir a otro rey que no fuese el verdadero.
Ésta misma sangre valiente y ardiente por amor a Cristo corría por las venas de Joselito, quien, durante una visita que hizo con su familia a Guadalajara, pidió a Dios morir como Anacleto González Flores, quien fue mártir por esta misma causa el 1 de abril de 1927. De hecho, uno de los 27 testigos en el proceso de canonización de José Sánchez del Río indicó que esta visita lo hizo tomar la decisión de unirse a los cristeros, por lo que rogó a sus padres que se lo permitieran.
Joselito fue cristero, fue capturado y después de haber sido martirizado arrancando las plantas de sus pies, habiéndolo hecho caminar hacia el cementerio y de haber recibido varias cuchilladas al pie de su tumba, antes de darle un tiro en la cabeza Alfredo Amezcua, "la Aguada” , le preguntó qué le mandaba decir a su papá.
-“Que en el cielo nos vemos”, y agregó, "Si al estar siendo martirizado, ya no pudiera hablar, el movimiento de mis manos gritarán: ¡Viva Cristo Rey!"
¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!
Un compañero de causa de Joselito (que fue asesinado el 10 de Febrero de 1928 en Sahuayo, Michoacán), fue el Sacerdote Rodrigo Aguilar Alemán, ahora Santo, atendía la comunidad de Unión de Tula en Jalisco cuando inició la persecución religiosa. Cuando finalmente los federales lo encontraron, el Sr. Cura Rodrigo Aguilar se encontraba con un seminarista y unas religiosas, de quien se despidió diciéndoles, “nos veremos en el Cielo.”
En los documentos de investigación de su causa de canonización quedó asentado que “testigos presenciales vieron el gran gozo que manifestaba ante la cercanía de su encuentro con Dios.”
El 28 de octubre de 1927 fue llevado a la plaza central de Ejutla para ser ahorcado y antes de que la soga le fuera atada al cuello, la tomó en sus manos, la bendijo y perdonó a sus verdugos, además de regalarles un rosario.
Los soldados le dieron una oportunidad, si el Sacerdote gritaba ¡Viva el supremo gobierno!, lo dejarían en libertad, así que le preguntaron, “¿quién vive?”
-“Cristo Rey y Santa María Guadalupe”, contestó con voz firme.
Los verdugos tiraron de la soga para suspender en el aire al Sacerdote, después lo volvieron a bajar y repitieron la pregunta: “¿Quién vive?”
-“Cristo Rey y Santa María Guadalupe”, respondió por segunda vez sin titubear.
Los verdugos repitieron el proceso y el Padre Rodrigo Aguilar respondió arrastrando la lengua, ya agonizante, “Cristo Rey y Santa María Guadalupe”.
Fue suspendido nuevamente y finalmente su alma se elevó al destino que anhelaba: El Cielo.
Lleno de vida, pero con anhelos de morir
Éstas son palabras de San Ignacio de Antioquía, quien fue discípulo directo de San Pablo y de San Juan y que en tiempos del emperador Trajano, fue trasladado a Roma, condenado a morir devorado por las fieras por el simple hecho de ser cristiano.
En el trayecto escribió siete cartas dirigidas a varias Iglesias, entre ellas está su epístola a los Romanos, a quienes les impide interferir en su martirio. “Dejadme ser pasto de las bestias, por las que tengo que alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios y por los dientes de las fieras voy a ser molido, para que sea hallado pan puro de Cristo… complacido voy a morir por Dios.”
En su carta, San Ignacio escribió reiteradamente su deseo de ser devorado por las fieras y pasar por toda serie de cosas, con tal de alcanzar a Jesucristo. “Si padezco, seré un liberto de Jesucristo, y en Él resucitaré libre” y por si acaso flaqueara e implorara ayuda -a pesar del fuego con que su corazón anhelaba el martirio- les advirtió en sus escritos, “no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta.”
Con el ardiente deseo de morir, convencido de la verdadera vida que le esperaba después de la muerte y de que podría contemplar cara a cara el rostro de Cristo en el Cielo, exhortó en sus cartas a dar la vida por Cristo, a mantenerse firmes en las enseñanzas que habían recibido. Finalmente, devorado por las fieras, recibió la corona del martirio en el año 107.
El celo por los lugares sagrados y la gloria de Dios
¿Qué le hacía falta a San Luis Rey de Francia? Tenía tierras, súbditos y un pueblo que lo apreciaba, pues por la importancia que su madre dio a su formación, San Luis Rey siempre procuró ejercer su gobierno con justicia, buscando la paz y el bien de sus súbditos. Vio por los pobres y tuvo actos de humildad ante ellos. Su reinado fue calificado como ejemplar y se ganó la fama de ser un rey bueno, no solo en Francia, sino también en los países vecinos.
A instancias de su madre, doña Blanca de Castilla, fue formado por maestros que lo educaron en valores y la piedad cristianos, incluso tuvo como profesores a algunos frailes menores; de esta forma, una vez elevado como rey, no descuidó su vida de piedad y devoción, y una buena parte de la jornada la empleaba en la oración.
Ante un llamado del Papa Inocencio IV dirigido a los reyes de la cristiandad para liberar Tierra Santa, San Luis se unió a las Cruzadas, en principio porque creía que no había sufrido lo suficiente por Cristo, que no le amaba lo suficiente; pero también para motivar el espíritu religioso que había decaído.
San Luis motivó a las tropas a participar en esta causa, que dijo, era la de Cristo. “Combatimos por Jesucristo, y Él triunfará con nosotros. Esto dará gloria, honor y bendición, no a nosotros -resaltó- sino a su propio nombre.” Motivó al ejército a no faltar a la caridad y los incitó a luchar, sin importar lo que ocurriera, “si somos vencidos, incluso subiremos al Cielo como mártires.”
Y lo hizo, pues una epidemia que se propagó entre las tropas francesas le quitó la vida en 1270, no sin antes dejar un testamento espiritual a su hijo:
“Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin.”
Ciudadanos del Cielo
San Pablo, que también expresó su deseo de morir y estar con Cristo (cf. Fil 1, 23), llamó en la misma carta a los Filipenses a permanecer firmes en el Señor y comportarse como “ciudadanos del Cielo”, y no como enemigos de la cruz de Cristo, que “ponen su corazón en las cosas terrenas.” (cf. Fil 3,17–4,1) Es decir, fieles a la Verdad y ser sus principales promotores y defensores, preocupados por la salvación de las almas, evangelizando a tiempo y a destiempo a costa de renuncias y sacrificios, y pasando por el mundo sin apegos, pues nada de lo que hay aquí nos acompañará en la eternidad.
Aunque pareciera imposible ser santo en la actualidad, si nos lo proponemos se puede entregar la vida por Cristo aún sin martirio, si preocupados por las almas y por ayudarlas a salvarse, ya sea con sacrificios, renuncias, oración, evangelizándolas o acercándolas a un Sacerdote por el Sacramento de la Penitencia, se duerme poco o se deja de descansar para cumplir este ministerio con el objetivo de que el mundo vuelva sus ojos a Cristo y lo haga Rey y Señor de sus corazones, de todos los hogares.
Lo importante será el grado de amor en la entrega y el sacrificio para ganarnos la insignia de ciudadanos del Cielo, que ya ha sido ofrecido a quien escucha la palabra de Dios y la pone en práctica, bienaventuranza prometida por el mismo Jesús (cf. Lc 11, 28). Que esta promesa sea nuestra fuerza e impulso para despojarnos y darlo todo por Cristo, que el camino ya lo tenemos marcado, solo debemos seguir a los justos, a los bienaventurados, anhelar el Cielo y la gloria de Dios.
Dice el Catecismo de la Iglesia católica que "el Cielo es la participación en la naturaleza divina, gozar de Dios por toda la eternidad, la última meta del inagotable deseo de felicidad que cada hombre lleva en su corazón. Es la satisfacción de los más profundos anhelos del corazón humano y consiste en la más perfecta comunión de amor con la Trinidad, con la Virgen María y con los Santos. Los bienaventurados serán eternamente felices, viendo a Dios tal cual es." (1023-1029, 1721-1722)
Si no tenemos oportunidad de encontrarnos antes, ¡Nos vemos en el Cielo!
Excelente texto para animarnos a alcanzar el cielo