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Mientras más Santo el Pastor, más Santo el Rebaño

Actualizado: 18 may

Para que el mundo se convierta y sea santificado por la presencia de Dios necesitamos sacerdotes dignos, que sean más santos por su identificación con Cristo.



Por P. Jorge Hidalgo


Nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Por ser verdadero Dios, Él es una sola cosa con su Padre Eterno, (El Padre y yo somos uno, Jn 10, 30); pero por hacerse hombre, nuestro Señor quiere conducirnos hacia las praderas de la eternidad y adquiere para ello una triple misión: Él es el Maestro, el Sacerdote y el Pastor.


Es el Maestro porque le corresponde la enseñanza, por eso dice el texto sagrado: No tenéis más que un Maestro, que es el Mesías, (Mt 23, 10). 


Es el Sacerdote porque es el mediador entre Dios y los hombres. Une la eternidad con el tiempo, une al Creador con la criatura, por eso nadie puede salvarse si no es a través de nuestro Señor Jesucristo. Y en ese sentido, como Sacerdote, nuestro Señor está constantemente pidiendo por nosotros delante del Padre Eterno. Sus llagas abiertas, pero gloriosas, están continuamente intercediendo en favor nuestro a la diestra del Padre y, por otro lado, nos alcanza del Padre las gracias necesarias para que lleguemos hasta Él.  


En tercer lugar, Cristo es el Pastor porque como dice el capítulo 10 de San Juan: los que vinieron antes son ladrones y asaltantes; Él es el buen Pastor, en griego dice kalós: ho poimén ho kalós, es decir, el Pastor bueno o el Pastor bello; tiene las dos acepciones porque su bondad es la belleza que cautiva los corazones.


Es necesario que alguien haga las veces de Cristo, mejor si es santo


Jesucristo quiso quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos. Si bien, como lo prometió, evidentemente está cuando dos o tres se reúnen en su nombre o cuando ayudamos a los pobres o a los enfermos porque por Él lo hacemos; quiere quedarse con nosotros como Dios porque como tal está en todas las cosas, por esencia, presencia y potencia como dice Santo Tomás. 


Prometió esta presencia entre nosotros el día de su Ascensión: Me quedaré con vosotros hasta el fin del mundo. ¿Y cuál es esa presencia especial? Es Su presencia en lo que la Iglesia llama el Santísimo Sacramento, que no es otra cosa sino la presencia verdadera, real y sustancial de Nuestro Señor Jesucristo. 


Para distinguir esa presencia de Cristo en el Santísimo, de entre cualquier otra presencia, la Teología le da el nombre de multilocación, es decir que Jesucristo está presente en todas y cada una de las especies, en todos los sagrarios del mundo, en todas y cada una de las hostias consagradas. En la hostia grande y en la hostia pequeñita, en el pedacito de hostia más ínfimo; por eso hay que evitar a toda costa todas las profanaciones eucarísticas, la Comunión en la mano y tantas otras cosas que dañan la dignidad de la presencia real de nuestro Señor. 


Pero claro, para que esa presencia de Cristo sea real en la Hostia, es necesario que alguien haga las veces de Cristo, por eso cuando nuestro Señor dice -Esto es mi cuerpo, este es el cáliz de mi sangre… agrega a los apóstoles este mandato de -hagan esto en memoria mía. Desde ese momento Jesucristo instituyó el sacerdocio, la prolongación del ministerio de Cristo. En la ley antigua, de acuerdo a la explicación de Santo Tomás, el sacerdote era figura de Cristo; mientras que en la nueva ley el sacerdote actúa en la persona de Cristo; por eso el sacerdote no tiene autoridad por sí mismo, sino tanto cuánto esté identificado con Dios.


Esa identificación ocurre por el sacramento del orden sagrado de tal manera que en la confesión, por ejemplo, no es tal Padre el que te perdona, sino nuestro Señor Jesucristo. Él es el único que bautiza, el único que absuelve, el único que consagra, por eso es que Él es el único Sacerdote. Esto es lo que nos da la seguridad de que aún si el sacerdote fuera un gran pecador, al momento de la Consagración nuestro Señor vendría al altar. Ésa es la gran enseñanza de San Agustín que aclara la herejía de su época, cuando los donatistas decían que si el sacerdote es santo los sacramentos valen; mientras que si el sacerdote es pecador, entonces los sacramentos no valen. Esto es falso. 


Como lo aprendimos en el catecismo, hay tres sacramentos que imprimen carácter: El bautismo, la confirmación y el sacramento del orden; si un bautizado renegara de la fe, sigue siendo bautizado; si un confirmado se alejara de la práctica de la fe católica o le diera vergüenza manifestarse como tal, sigue siendo confirmado; y si un sacerdote renegara, sigue siendo sacerdote. ¿Por qué? Porque recibió, con el sacramento del orden, el carácter, que es una marca imborrable que queda en el alma. Es a través de ella que Dios le quiere dar la gracia para que viva coherentemente su bautismo, confirmación o su sacerdocio.


En conclusión, el sacramento no se borra nunca, pero, por supuesto, Dios quiere que seamos dignos bautizados, dignos confirmados, o dignos sacerdotes si es el caso. Y por supuesto, el más digno siempre es el más santo.


Que sea el primero en defender su fe, aunque le cueste la vida


Después de haber instituido el sacramento del orden les dio su misión: Ir y hacer que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. (Mt 28, 19) Ahí está la triple función de Cristo encomendada ahora a sus discípulos. Pero van a ser maestros tanto y cuanto estén identificados con Cristo; van a ser sacerdotes tanto y cuanto vivan según el querer de Dios, y van a poder bautizar y administrar los demás sacramentos y poder regir las almas al Cielo tanto y cuanto vivan según el querer de Dios.


El sacerdote, entonces, puede ser un gran pecador y el sacramento del orden no se borrará; aunque será, dependiendo justamente de su grado de santidad, que cumplirá mejor su misión. Mientras más santo sea el sacerdote, o el Obispo, o el Papa, más llevará las almas a Dios.


El mejor ejemplo de esto es el Santo cura de Ars, que vivía en un pequeño pueblito de alrededor de 500 habitantes; sin embargo, aproximadamente la tercera parte de la población de Francia fue a verlo a su pequeño pueblo para confesarse o pedir consejo en una época en la que Francia había apostatado de la fe católica y en rebelión contra Dios orquestaron una gran matanza de católicos como parte de la Revolución Francesa. En ese tiempo, en el que Francia renegaba de Dios, Él envió un pequeño sacerdote muy humilde, pero sobre todo muy santo, que hizo que muchas almas volvieran a la fe.


Otro ejemplo muy impactante es lo que ocurrió durante la guerra civil española. De acuerdo a algunos autores, los comunistas mataron a 300,000 personas una cifra impensable. ¿Cómo fue posible que tantos campesinos, tantos obreros, se levantaran para defender la fe y que estuvieran dispuestos a morir antes de traicionar la fe católica? Porque hubo alrededor de 6,800 consagrados, entre sacerdotes, religiosos y seminaristas que prefirieron la muerte antes de traicionar a Dios. Y una vez más nos preguntamos, ¿cómo fue posible que 6,800 consagrados se atrevieran a hacer esto? La respuesta demuestra el punto que destacamos en esta entrega: porque hubo 13 Obispos que, dispuestos a sostener su amor por Cristo, fueron asesinados por odio a la fe.


¿Qué pasaría si en esta guerra no hubiesen matado a ningún obispo? Quizás no hubiese habido tantos sacerdotes mártires y menos tanta cantidad de fieles. Porque -insisto- cuanto más santos son los Obispos y los sacerdotes, más santos terminan siendo también los mismos fieles que pueden estar dispuestos a morir antes de traicionar la fe católica.


Por eso debemos pedir que nunca nos falten almas consagradas a Dios, porque si faltaran, ¿cómo vendría Cristo en el Santísimo Sacramento? También debemos velar por la constitución divina de la Iglesia, las cosas que fueron instituidas por Dios no deben cambiar, no es posible designar mujeres sacerdotes, ni mujeres papas ni diaconisas. 


Lo que hay que pedir insistentemente a Dios es que tengamos sacerdotes santos, que se multipliquen, pero sobre todo que sean santos pastores capaces de imitar a Jesucristo y seguirlo hasta donde sea. Que no nos falten los sacerdotes que nos guíen con sabiduría y prudencia hacia la vida eterna, aunque sea difícil, aunque haya que dejar en ello la vida y haya que dar el testimonio supremo de martirio.


Que nuestra Madre Santísima nos ayude para que los que están llamados respondan con generosidad a esa invitación de Cristo; que los que ya están ejerciendo su consagración a Dios se dediquen ante todo a las cosas del Cielo y que Ella pueda guiarnos a través de ellos. Hay que pedir que ya no veamos al Papa “tal”, al Obispo “cual” o al Padre “tal”, sino que veamos a Cristo en ellos. Eso es lo que necesitamos para que el mundo se convierta y sea santificado por la presencia de Dios.


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