María, la Obra más Sublime de Dios

Que no haya madre, ni esposa, que no la sepa comunicar a los miembros de su familia, porque sin esa devoción, ¿cómo podríamos tener parte en los más tiernos, en los más íntimos sentimientos del Corazón de Jesús?

Por Rafaela García

En este mes de Mayo, mes de María, quisiera que viésemos desde cuándo se remonta el origen de la devoción a María. Recordemos el gran Misterio de la Encarnación del Verbo; oigamos, en el profundo silencio en que ora la Virgen en Nazareth, el saludo que el Arcángel Gabriel le dirige en nombre de Dios que lo envía: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres” (Luc. 1, 28). Esas palabras contienen más grandes alabanzas que todo aquello que pudiéramos decir para elogiar a Santa María.

Pero sigamos adelante. Recordemos el libre consentimiento de la Virgen a los designios de Dios que le tenía reservada su participación en la salvación del género humano y la reparación del pecado. El Verbo viene al mundo por medio de María y ese Niño que nace en Belén, que crece al lado de su Santísima Madre en Nazareth, ¡qué ejemplos nos da de devoción a María!, lo que otros niños hacen por instinto natural, el Divino Niño lo hace con sentimientos y pensamientos dignos de su infinita sabiduría; consagra, de los treinta y tres años de su vida mortal, treinta a su Madre; obra su primer milagro en Caná de Galilea cambiando el agua en vino a petición de María; Jesús ha querido que María lo acompañara a la cumbre del Calvario, ahí nos la ha dado por Madre en la persona de su discípulo amado. 

Todo lo anterior nos demuestra que la devoción a María está en la esencia misma del cristianismo y que sin ella nadie puede tener, sino muy imperfectamente, el Espíritu y los sentimientos de Jesucristo: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, él no le pertenece”. (Rom., 8, 9)

¿Pero de qué fuentes tenemos la verdadera devoción a María? Los Apóstoles la sacaron de la Doctrina y del Corazón de su Divino Maestro y de ahí la difundieron a todo el mundo. Nosotros la hemos adquirido del espíritu y del ejemplo de la Santa Iglesia en sus sublimes elogios, en las oraciones que se le dirigen, en las fiestas que se celebra en su honor, en los homenajes que se le rinden; honores tan grandes que los creería uno casi iguales a los que se rinde a Jesucristo mismo, si no supiéramos que hay una diferencia infinita entre el culto de latría que se tributa solo a Dios y el de hiperdulía que se rinde a la Virgen y con ello se da gloria a Dios.

Obtuvimos la devoción de la tradición de la Iglesia, de los escritos de los Padres y de los Doctores, del ejemplo de los Santos; del estudio y del conocimiento de las Sagradas Escrituras, cuántas y cuán grandes verdades contiene acerca de María; la Iglesia misma y los Santos Doctores de ahí han sacado lo que han dicho de más grande en honor de la Madre de Dios, de aquella que, después de su Hijo, es la obra maestra más sublime e incomprensible de Dios, de tal suerte que todo elogio se queda por debajo de la verdad, y así lo da a entender la Iglesia con esta oración que le dirige: Dignare me laudare te, Virgo Sacrata; es decir: Dignaos, oh Virgen Sagrada, recibir mis alabanzas.

Innumerables son los bienes y los favores que se reciben por medio de esta sólida devoción, la Iglesia con razón le aplica estas palabras: “El que me encuentre, encontrará la vida y sacará la salvación del Señor” (Prov. 8, 35) y estas otras: “Todos los bienes me han venido por Ella”.

Animémonos pues y redoblemos nuestra devoción a la Madre de Dios, que siempre sea la devoción a la Santísima Virgen María el blasón más preciado de todo corazón mexicano y que no haya madre, ni esposa, que no la sepa comunicar a los miembros de su familia, porque sin esa devoción, ¿cómo podríamos tener parte en los más tiernos, en los más íntimos sentimientos del Corazón de Jesús? ¿Cómo llamarnos verdaderos cristianos si no amamos y le tenemos devoción a la Madre de Dios?