Lenguaje y Realidad: Entre la Norma y la Ideología
- Luis Ángel Ramírez Ramírez
- 27 abr
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 29 abr
El lenguaje busca expresar la verdad y solo manipulado, busca expresar la mentira haciéndola pasar por verdad.

Por Luis Ángel Ramírez Ramírez
El lenguaje es tal vez una de las disciplinas del ser humano menos estandarizables, y esto no por el desinterés en hacerlo, sino por la misma variedad de hablantes y escribientes. Por esta variedad es natural encontrar un amplio abanico de opciones en el habla y en la escritura que, más allá de la rectitud de su uso, presenta un reto a la hora de establecer ciertos límites para no hablar de forma inentendible cayendo en el prescriptivismo; sin embargo, también presenta un reto para no ser tan laxos que lleguemos algún día a no entender al otro por los errores de escritura o de habla.
La misma experiencia y desarrollo de las lenguas, así como su uso, manifiesta de forma imperante que no se puede caer en un rigorismo académico que busque imponer a todos los sectores de la sociedad una forma estrictamente estandarizada y normativa que evada o suprima el léxico variable de algunos. Por otro lado, es innegable la necesidad de algunos límites para no relativizar en sumo grado el lenguaje mismo bajo la premisa de no ser normativistas puesto que el lenguaje evoluciona. Optar por una visión que tiene como fundamento evitar las normas, es altamente pernicioso llegando luego a la contradicción. Esto de la contradicción es sumamente fácil de encontrar y bástenos sólo el siguiente argumento; si se establece que no hay una norma obligatoria de escribir o hablar una palabra, por ejemplo, “haiga” o “todes”, ¿no se estarían derogando algunas normas, de entre las cuales nace una normativa más general y absurda que es el hacer norma que para tales palabras no hay norma que pueda estandarizar su pronunciación o su escritura?
Podría argüirse que no, puesto que en realidad no es una norma aplicada a determinadas palabras sino a todas en común, y esto traería otro problema difícil de resolver si se es honesto a la buena intención de quien lo dijere; este problema es que, si no es una norma aplicada a determinadas palabras, y por ende, no es una norma como tal sino la liberación general de aquellas normas “opresoras”, entonces ¿qué o quién establecerá el límite entre hablar y al menos entendernos o hablar sea ya con lenguajes inclusivos sin sustento en la realidad e inducidos por ideologías, sea ya con un lenguaje nominalista en el que la uniformidad de conceptos no exista o venga con tal detrimento que lleguemos a encallarnos en un lenguaje manipulado al más puro estilo orwelliano?
Las preguntas podrían surgir de ambos lados, buscando los límites de cada postura. Tocante a fenómenos del lenguaje actuales y habiendo citado dos ejemplos, seguiremos esa línea para entender mejor el asunto.
Comenzando por “haiga”, tenemos como base que es considerada una mala pronunciación del verbo conjugado “haya” cuya raíz es el verbo en infinitivo “haber”. No sirve mencionar para el caso, que la palabra haiga designa otro objeto, pues eso se zanja con el simple hecho de que existen los sinónimos. El problema que se presenta es, ante todo, de pronunciación y luego, de escritura.
Existen otras palabras como el verbo conjugado “caiga”, “decaiga”, etc., pero que, proviniendo de un verbo sin consonante intermedia, no resultan ejemplos proporcionales para justificar el uso de “haiga”, puesto que, además, si quisiéramos justificarlo por este medio, caeríamos en el uso de otra normativa para justificar la falta de normativa haciendo de esto algo cómico, por decir lo menos.
Ahora bien, si atendemos a la historia y los datos concretos que aporta sobre las lenguas, aquellas palabras sobre las cuales recae ahora una normativa, aparecieron sin la normativa y no hubo cosa similar alguna que les prohibiera o les moviera a la existencia sino solamente la necesidad de comunicarse, de poner en común lo conocido y lo pensado. Esto nos propone dos cosas a considerar para seguir en la reflexión, aunque debamos de hacerlo de forma pasajera por ahora.
Lo primero es que el lenguaje puede prescindir entonces de la normativa y no hay mejor muestra de esto que su mismo nacimiento. El lenguaje en cuanto forma de comunicarse entre entes personales y que entablan una comunión de pensamiento por medio de él, luego de desarrollarse y buscar su perfección, recibe implicaciones que salvaguardan su naturaleza de comunicar para que, entre tantas formas, podamos entendernos.
Lo segundo, desprendiéndose de lo anterior, refiere que el lenguaje obedece, por su mismo origen, a una cierta fidelidad a la realidad, a lo existente. Pensemos en alguien que intenta comunicar algo usando el antónimo de lo que quiere comunicar; un niño diciendo a su padre que está saciado esperando que su padre le dé más alimento. Lo que el padre entenderá es que no debe darle más alimento, mientras el infante espera lo contrario. Aun sin mirar con tanta profundidad, vemos que es necesario que lo que se comunica en la lengua refiera con fidelidad (al menos la mayor posible) la realidad. Esto no afecta de ninguna forma que haya palabras que describan dos cosas diferentes o que una misma cosa se vea expresada en dos conceptos distintos; esto es natural por la variedad de hablantes y raíces etimológicas que, aun existiendo, procuran la mayor precisión posible en la expresión oral y escrita.
Una consecuencia de los puntos anteriores es que resulta lógico y lícito el uso de dicha palabra coloquialmente tenida por equivocada, si tenemos en cuenta el uso natural de una incalculable cantidad de hablantes y, sobre todo, si esta no afecta en el entendimiento de lo que se habla o se escribe. Es decir, por un lado, aparece como una evolución que no necesariamente atenta contra la norma, sino que promueve una evolución o ajuste de la misma, pero nunca una abolición y, por otro lado, no genera confusión en el habla, pues considerado error o no, es claro lo que busca expresar.
Un caso distinto es el uso de una palabra que hunde sus raíces en el resentimiento despojado del intelecto, a saber; “todes” (aplíquese lo mismo para todxs). Esta palabra, siendo fieles a su uso nada antiguo, no toma lugar en el lenguaje como una evolución natural ni como expresión fiel de algo de la realidad, sino como una manipulación verbal de lo que existe, un cambio inducido en la forma de hablar y sin ningún sustento en la realidad.
La RAE, en el sentido normativo o prescriptivo, siempre ha dejado muy en claro que el adjetivo indefinido “todos” aplica perfectamente para un grupo de personas en el que hay hombres y mujeres. En el caso de que “haiga” personas que no se identifican ni con hombres ni con mujeres, habría que preguntarse si esa concepción emana de la realidad y que por ello tenga espacio en el lenguaje o no si por ello es posible que lo impacte.
Si atendemos la aparición de dicha palabra, tampoco responde a un desarrollo orgánico, es decir, que necesite naturalmente comunicar algo de la realidad para lo cual no existía una palabra. No hay una palabra para explicar una cosa que no existe en la mente ni en la realidad.
Nos queda como conclusión que la raíz de “todes” no es más que un sentir ideologizado para explicar cosas inexistentes abanderando una falsa inclusión.
Como vemos, el lenguaje tiene dos maneras de evolucionar: orgánica y prescriptivamente. Huelga decir que se alimentan mutuamente cuidando la naturaleza del lenguaje y su diversidad, así como su arbitrariedad y relativismo respectivamente.
Para cerrar, cabe aclarar cómo es evidente que la realidad es un factor determinante en la sana evolución o la denunciable y combatible corrupción del lenguaje, cosa que nos deja en claro que el lenguaje busca expresar la verdad y solo manipulado, busca expresar la mentira haciéndola pasar por verdad.
El lenguaje es ciertamente flexible por su variedad, pero no relativista.
En fin, haiga sido como haiga sido, el nacimiento del lenguaje ideologizado atenta directamente con la naturaleza del lenguaje y no es parte de la evolución propia del mismo, antes bien, responde a un nominalismo okhamista que busca imponer conceptos rellenos de contenidos arbitrarios donde, por poco importante que parezca, estamos llamados a defender la verdad evitando una dictadura del lenguaje que afecta luego al entendimiento haciendo que los imbéciles pasen por intelectuales.
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