La Vocación de un Católico es Consagrar el Mundo Para Dios
- P. Jorge Hidalgo
- 13 feb
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Actualizado: 17 feb
Si un católico cumple con su vocación de acuerdo a la Voluntad de Dios, estará procurando Su gloria, y al mismo tiempo consagrando a Dios los espacios en los que se desenvuelve.

Por P. Jorge Hidalgo
El primer llamado que hace Dios a los hombres es el de su vocación a la santidad, a imitar a Nuestro Señor Jesucristo, a ser perfectos como el Padre Celestial y amar al prójimo como Cristo nos amó. Al responder a este llamado, el hombre tiene como principal misión la de consagrar el mundo para Dios.
La consecratio mundi no es otra cosa sino servir a Dios en este mundo para buscar su gloria en todos los trabajos y todos los ambientes en los que cada uno se desempeñe. Por ejemplo, un Magistrado debería promulgar lo que es justo y condenar lo que es injusto para promover el bien común. De esta forma estaría sirviendo a la verdad, al bien o a la belleza, lo que en definitiva es servir a Dios. Lo mismo se podría decir de un legislador que emite su voto por una ley que busca el bien y evita cualquier cosa que esté mal a los ojos de Dios.
De la misma manera es necesario que cada uno, independientemente de su función en el mundo, cumpla su deber y su vocación lo mejor posible en orden de darle la gloria a Dios desde su trinchera. En el caso del matrimonio y la familia, en otro ejemplo, estas instituciones tienen una gran importancia porque su vocación es traer hijos a este mundo y educarlos para llevarlos al Cielo.
Otra forma en la que el matrimonio puede darle gloria a Dios, es aceptando los hijos que Él les dé, no siendo egoístas ni soberbios decidiendo por su cuenta el número de miembros de su familia; ésta actitud trae grandes problemas a las naciones. En Argentina, por ejemplo, se publicó recientemente una estadística que reporta como promedio familiar un número de 1.33 hijos por familia, lo que es bastante preocupante porque el índice de recuperación poblacional es de 2.1 hijos, por lo menos, para que se mantenga la población de dicho país.
Pero Dios llama a otros a la vida del sacerdocio, que es una vocación igualmente importante. El sacerdote se consagra ante todo para estar con Nuestro Señor Jesucristo. Del mismo modo que el Señor es mediador entre Dios y los hombres, el sacerdote debe imitarlo en su oficio y en su entrega. Debe adorar al Señor con toda el alma, pidiendo perdón por sus pecados y los del pueblo. Y debe hacer que las almas sirvan al verdadero Dios con un corazón cada día más puro, elevando el modo de obrar de las almas, para que vivan según la Voluntad de Dios.
A la par está también la vocación a la vida religiosa, ya sea contemplativa o más activa y al servicio de los demás; en cualquier caso, entre más dedicada a Dios sea su actividad en orden a la salvación de las almas, más importante será su labor.
Pensemos, por ejemplo, en Santa Teresita de Lisieux, una monja contemplativa que falleció a los 24 años de edad y que es patrona de las misiones, sin que nunca hubiera participado personalmente en una. Lo que ocurrió es que ella ejerció efectivamente su vocación de vida contemplativa y cumplió su misión, ofreciendo sus oraciones y penitencias por la evangelización a través de las misiones.
Otro ejemplo es el de la vocación de Santa Rosa de Lima. Cuando el Papa Clemente la canonizó, habló sobre los inmensos frutos que se dieron en América por la oración y penitencia de la bienaventurada peruana, que en el cumplimiento de su vocación buscó la gloria a Dios y la salvación de las almas.
Es necesario tener presente que para Dios todas las vocaciones son importantes y no exclusivamente la de los sacerdotes y religiosos. Un padre de familia, por ejemplo, es, para sus hijos, el representante de Dios en este mundo . Entonces uno podría decir, “¿y yo quién soy para ser el representante de Dios ante alguien?, ¡No soy digno!”, pero debemos corresponder a este misterio atendiendo la misión que Dios nos encomienda, más allá de lo que cada uno sea. Efectivamente no somos dignos de servirlo ni de ponernos en Su presencia, esto nunca debemos olvidarlo, pero el Señor quiere que no tengamos miedo, que nos acerquemos a Él.
Todo sucede para el bien de los que aman a Dios
“Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio.” Ro 8, 28. A esta cita de San Pablo, San Agustín añadió la siguiente frase: “etiam peccata”, es decir, también los pecados.
Incluso las maldades, las malas leyes, las persecuciones de los tiranos, etc; todo eso también ocurre para el bien de los que aman a Dios. Es decir que si bien los perversos que persiguen a los buenos y mueren en su obstinación, han elegido su propia condenación; también contribuyen al bien y la santificación de los elegidos, que en su perseverancia a pesar de la persecución están buscando la gloria de Dios y esto ayuda a su santificación, por eso es importante tener una mirada propia de la teología de la historia, es decir, de ver las cosas de esta tierra con ojos sobrenaturales.
Dios permite los sufrimientos, las tribulaciones de cada día, las pruebas, las cruces, para que seamos más santos, siempre que todo lo aceptemos conforme a Su Voluntad y ofrezcamos nuestra humillación, dolor o sufrimiento para que otras almas lleguen a Él.
Por eso debemos pedirle a Dios y a Nuestra Madre Santísima, que nos ayude a darnos cuenta que nuestra vocación, cualquiera que sea, es para el Cielo, no podemos pensar solo de manera horizontal como si nos fuéramos a quedar en este mundo. Que nos asista también para que, así como hacemos planes para nuestra estancia en este mundo, como agrandar la casa, cambiar de auto o salir de viaje; planifiquemos también nuestro camino al Cielo, revisando que todas nuestras acciones agraden a nuestro Señor, haciendo un buen plan de vida espiritual y teniendo un sacerdote de confianza, a quien le consultemos los asuntos del alma.
Aprovechemos también para pedir a Dios que siga suscitando vocaciones sacerdotales y religiosas, que abra los oídos y el corazón de los jóvenes para que atiendan el llamado; que se digne en llamar a un miembro de nuestra familia y que nosotros seamos generosos, que no pensemos de modo egoísta, sino que pensemos, ante todo, en cómo mejor servir y honrar cada día más y mejor a nuestro Señor.
Que Nuestra Señora nos conceda la gracia de amar a Dios con toda el alma y servirlo con mayor entrega y generosidad para cumplir con su vocación.
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