Consideraciones de la Ascensión
- Adveniat
- 28 may
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Actualizado: 29 may
La Ascensión debe influir en nuestra conducta porque Nuestro Señor fue a prepararnos un lugar al que solo los que tienen el valor de practicar el bien y cumplir los mandamientos, podrán entrar.

Por Padre Juan G.
No hubo triunfo romano, ni de reyes orientales, que pudiera compararse en esplendor con la entrada de Nuestro Señor en el Cielo. Ni la entrada solemne del Papa en la Basílica de San Pedro en la festividad de una canonización reviste grandiosidad comparable a la Ascensión de Jesucristo. La entrada de Jesús en el Cielo fue la del Rey de la gloria que venció al pecado, a la muerte y al infierno, los poderes más tristes y fuertes que afligen al hombre.
Además, Jesús entró en el Cielo acompañado de almas que hasta entonces se hallaban detenidas en el limbo. Las almas santas del Antiguo Testamento, de Adán y Eva, del inocente Abel, del justo Noé, del creyente Abraham, de Isaac, de Jacob, de José de Egipto, de José padre nutricio del mismo Jesús, de San Juan Bautista … una muchedumbre incontable de hombres y mujeres, desde nuestros primeros padres creados en el Paraíso, hasta el Buen Ladrón convertido en la cruz. Triunfo jamás igualado por ninguna majestad del mundo.
Jesús entró aclamado por los Ángeles que en las montañas de Belén anunciaron la buena nueva de su nacimiento, los Ángeles que en el huerto de los Olivos lo confortaron; aunque entonces le veían en una mísera figura humana y en su Ascensión, mientras entonaban cánticos de júbilo, como nunca resonaron en las bóvedas celestes, contemplaron al Hombre Dios radiante y transfigurado.
Jesús entró; en fin, para tomar posesión de su trono real a la diestra de Dios Padre, es decir, ocupando el lugar más honroso del Cielo por toda la eternidad.
Los misterios de nuestra religión, además de la realidad histórica, contienen enseñanzas provechosas para el alma. La Humanidad de Cristo nos fue arrebatada por la Ascensión, pero con nosotros quedó su Divinidad; y también la humanidad permanece con nosotros en el Santísimo Sacramento del Altar.
Santo Tomás aseguró que la privación de la presencia corporal de Cristo nos ha sido más útil de lo que hubiera sido su permanencia entre nosotros, porque aumenta nuestra fe y mérito, ya que creemos en la Divinidad de Jesucristo sin haber visto siquiera su Humanidad, como la contemplaron los apóstoles.
Aumenta asimismo nuestra esperanza del Cielo porque Él nos lo dejó prometido: “Yo voy, y os prepararé un lugar para que donde yo estoy, estéis también vosotros.” (Jn, 14, 3)
Este gusto por las cosas celestiales es motivado por el apóstol Pablo en su epístola a los Colosenses: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas del Cielo, no a las de la tierra.”
Nuestro Señor descenderá corporalmente en el fin del mundo, viniendo sobre las nubes del Cielo para juzgar a los buenos y a los malos; si nosotros estamos unidos al cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo, viviremos en Él la misma gloria en la eternidad.
Pero esta unión al cuerpo místico no es fácil porque nuestra religión no es cómoda, como las religiones inventadas por los hombres; no lisonjea nuestras pasiones ni proclama una independencia que agrada a los sentidos. Nuestra religión es la religión de los fuertes, que en fuertes convierte a las mujeres y a los niños.
La religión católica no apagó el valor, como dicen por ahí algunos reblandecidos e imbéciles. Para practicar lo malo ningún valor se necesita; basta abandonarse a los bajos instintos. El verdadero valor se ejercita en la práctica del bien y de los mandamientos, en la negación de nosotros mismos, sujetando nuestros sentidos, rechazando las vanidades del mundo.
Por eso la tristeza cristiana se convertirá en gozo. A la Pasión siguió la Resurrección y luego la Ascensión: “Yo soy y vendré otra vez, para que donde yo estoy, estéis también vosotros.” Tal es la significación profunda del misterio de la Ascensión, que debe influir en nuestra conducta, porque quien dice que mora en Él, debe seguir el mismo camino, como nos lo da a entender el apóstol.
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