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La Adoración Eucarística

Actualizado: 3 oct 2024

El permanecer en silencio ante el Señor Sacramentado, ya sea el Santísimo expuesto o en el Sagrario, tiene un gran efecto en la profundización de la oración.


Eucaristía

Por Hno. Elías


Antes de entrar en materia, sólo una breve explicación para aquellos que no están familiarizados con la devoción católica. Los católicos creemos que, después de la transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo durante la Santa Misa, su presencia permanece en la santa hostia, aun cuando ha concluido la liturgia. Es por eso que los católicos hacemos una genuflexión (esto es, una reverencia) ante el Sagrario, donde se conservan las hostias consagradas.


Habiendo hecho esta aclaración, entremos en materia: Tal vez no siempre podemos percibir de forma palpable la eficacia de la presencia eucarística del Señor. En efecto, su presencia sacramental en la Eucaristía es una realidad que podemos contemplar únicamente con los ojos de la fe. Creemos que Jesús está ahí porque la Palabra de Dios y la Iglesia nos lo aseguran. Creemos, porque el pan y el vino, transformados en Carne y Sangre de Cristo durante la consagración, despiertan nuestra fe en Él. Con nuestros ojos exteriores no vemos más que una hostia blanca; con los ojos de la fe, en cambio, contemplamos la presencia misma del Señor.


¿Qué es lo que sucede en el interior del alma cuando permanecemos en la presencia del Señor?


Nosotros, los católicos, lo llamamos “comunión espiritual”. En ella, no acogemos físicamente la presencia del Señor en la santa hostia, como ocurre en la comunión sacramental; sino que lo recibimos directamente en nuestro espíritu. De esta manera, Dios se comunica suavemente a nuestra alma. Su presencia en la Santa Eucaristía es como una suave brisa que acaricia nuestra alma o como un agradable calor que va creando una relación cada vez más confiada.


Esta forma delicada como el Señor penetra en el alma, nos recuerda a una frase de la Secuencia de Pentecostés: “Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”


Al permanecer frecuentemente en silencio delante del Sagrario, nuestra alma se arraiga en el Señor y encuentra en Él su hogar. El anhelo de su presencia crece cada vez más. Puesto que nuestra vida espiritual es un progresivo “retorno a casa”, al Corazón del Padre, la Adoración Eucarística será un excelente medio espiritual para crecer en el amor, siendo una prolongación de la comunión sacramental. 


Estando tan directamente en la presencia de Dios, nosotros somos, ante todo, los receptores. Así es en el tiempo y así será en la eternidad. Por eso, cuando permanecemos en silencio ante el Señor en el Sagrario o ante el Santísimo expuesto, encontramos cada vez más la serenidad interior y nuestro refugio. Y esto, en medio del ajetreo del mundo, es de suma importancia para nuestras almas. La oración no debe convertírsenos en una obligación pesada, a la cual tenemos que someternos a la fuerza; sino que ha de ser un anticipo del cielo. 


El que empiece a frecuentar la Adoración eucarística, se dará cuenta de que se le convierte en una creciente necesidad interior, en el pan espiritual cotidiano, que nos recuerda lo más importante; a saber, permanecer junto al Señor. 

Y para Dios mismo es una maravillosa posibilidad de comunicársenos, de poner su morada en nosotros, para colmarnos con su presencia.


La adoración eucarística y la sanación interior


Los hombres en general –y también nosotros, los fieles– solemos estar heridos en nuestro interior, porque no hemos recibido el suficiente amor o hemos experimentado un abuso de nuestro amor. En consecuencia, pueden surgir graves deficiencias en el alma, y el ámbito afectivo puede sufrir un trastorno tal, que estas personas muy heridas podrían llegar a cerrarse interiormente. 


Si se manifiesta en nosotros este tipo de emociones, podemos abrirlas a la fuerza sanadora del Santísimo Sacramento, entregándoselas al Señor en la oración o invocando el nombre de Jesús en el silencio. De esta manera, podemos abarcar incluso aquellos campos inconscientes de nuestra alma, pidiéndole al Señor que sane las heridas interiores y disuelva las barreras que han resultado en nuestro interior a consecuencia de ellas. Esto implica también aquellas heridas inconscientes, cuyos efectos sentimos, aunque no sabemos cómo se produjeron.  


Allí, en la Eucaristía, resuenan y se actualizan de forma especial estas palabras del Señor: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os proporcionaré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-29).


Esta suavidad del yugo de Jesús, que puede experimentarse particularmente en la Adoración silenciosa del Santísimo, es la que permite que las personas heridas se abran con más facilidad. La presencia eucarística es como un sol espiritual, que simplemente está ahí y por el cual podemos dejarnos iluminar y calentar. 


La sanación de las heridas interiores no es un asunto insignificante, porque a menudo estas heridas nos bloquean en la relación con Dios, con las personas y con nosotros mismos. Pongamos como ejemplo el caso de alguien que cree que no es amado, y este sentimiento lo domina o, al menos, aparece con frecuencia. Ésta es una de aquellas cargas que podemos llevar ante el Señor, y con el paso del tiempo notaremos que allí, en el Santísimo, nos encontramos con un amor que sencillamente está para nosotros y nos envuelve sin cesar.


La adoración eucarística y el crecimiento en el camino espiritual


Para su desarrollo espiritual, el alma necesita momentos de silencio. Ella sufre bajo constante bombardeo de estímulos, que la llevan a la dispersión y a la superficialidad. Asimismo, el alma necesita de una sana ascesis, para abrirse a aquellos contenidos que le son provechosos en su camino espiritual y evitar aquellos otros que no lo son. Dios habla más a través del silencio que en sucesos ruidosos. Recordemos al profeta Elías, que esperaba encontrar a Dios en el huracán, en el terremoto y en el fuego; pero finalmente lo reconoció en el susurro de una suave brisa, que se asemeja a la forma de actuar del Espíritu Santo (cf. 1Re 19,11-13).


La Adoración eucarística en silencio nos invita a adentrarnos en nosotros mismos, a adquirir una nueva sensibilidad para escuchar a Dios, a discernir e interiorizar ante Él las cosas que hemos vivido, a percibir más profundamente la presencia divina… La Adoración eucarística es un preludio de la eternidad, donde viviremos eternamente contemplando de faz en faz a Dios. Por supuesto que existe también una gran diferencia, que está de nuestra parte. Mientras estemos en la tierra, vivimos de la fe y aún tenemos que luchar contra las distracciones; mientras que en la eternidad gozaremos de la visión beatífica de Dios; es decir, que lo contemplaremos sin velos.


La adoración en silencio es una luz espiritual, que muchas veces aún no somos capaces de asimilar a plenitud. Por eso, fácilmente sucede que, cuando practicamos esta forma de oración silenciosa, descubrimos nuestra inquietud e impulsividad; percibimos una especie de vacío interior y aburrimiento, e incluso podemos tener la impresión de que no hace sentido estar ahí… En lugar de huir, hemos de colocar todos estos sentimientos a los pies del Señor. ¡Él sabrá tocarlos y transformarlos!




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