Herejías, Providencia y Tradición
- Jorge Castro de Dios
- 16 jun
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Actualizado: 18 jun
¿Cómo distinguir las herejías? La garantía de la Tradición puede llevarnos a la seguridad de que estamos en la verdad. Respuestas de San Basilio y San Vicente de Lerins

Por Jorge Castro de Dios
En este tiempo en que abundan la heterodoxia y la confusión, es conveniente recordar las palabras de San Pablo, quien afirma que es necesario que haya herejías (1 Cor 11:19). Con estas palabras, el apóstol expresa la realidad sobrenatural de que todos los males, incluso los espirituales, tienen cabida dentro del plan de Dios y que, a pesar de que éstos no dejan de ser males, pueden convertirse en ocasión de bien por obra de la Providencia, ya que Dios no permitiría ningún mal si no pudiera sacar un bien mayor de él.
Con todo, la existencia de males y la conciencia de que Dios puede sacar bienes de ellos, no debe mover al cristiano a la actitud “pasiva” de aceptar los males y desgracias como algo irremediable de lo que Dios solo se va a encargar. San Agustín dice “El que te creó sin ti no te salvará sin ti” (Sermón 169) y, con esto, da a entender el misterio de que Dios busca nuestra coparticipación en sus obras y que, de hecho, los males son también una oportunidad para que nosotros ayudemos en su enmienda y corrección, participando así de la labor divina. Por eso, las herejías, a pesar del enorme mal que acarrean, han sido motivo de un perfeccionamiento en la doctrina de la fe y de que los cristianos ratifiquen su compromiso con la completa verdad revelada frente a la seducción de un cristianismo diluido o hecho a medida de cada uno de nosotros.
Aun así, las sectas han sido una de las realidades más dolorosas de la Iglesia y su aparición se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, como demuestra el testimonio de Padres de la Iglesia como San Agustín, San Atanasio y San Ambrosio. Sobre esto, resulta llamativo ver que ya San Basilio Magno criticaba duramente el cuestionamiento de las verdades de fe y propuso como respuesta a estas objeciones, la Tradición, pues ante las novedades dudosas y las críticas a las prácticas antiguas, él mencionaba en su Tratado sobre el Espíritu Santo que de las verdades y dogmas, “algunos los recibimos de la enseñanza de las Escrituras, y otros los hemos recibido en misterio como enseñanzas de la tradición de los apóstoles” y que, al negar estas últimas, se corría el riesgo de “negar partes vitales del Evangelio”.
Este mismo santo da algunos ejemplos, como la señal de la cruz y la oración a oriente o la inmersión tres veces en agua y la renuncia a Satanás en el bautizo. En efecto, en ninguna parte de la escritura se menciona la señal de la cruz, pero si alguien llegara súbitamente y dijera que eso es un argumento para abandonarla, se le respondería que es absurdo, porque la señal de la cruz es parte de la liturgia, ha sido históricamente hecha por los fieles, y porque su realización nos ayuda a aumentar nuestra devoción personal. Por eso, para San Basilio que algo apareciera o no en la escritura no era el único criterio para determinar su validez, sino también la Tradición que mantenía la misma garantía de verdad, pues se remontaba a la enseñanza apostólica, que había considerado mejor no poner todo de forma pública y por escrito, sino bajo el velo del silencio.
El filósofo norteamericano Peter Kwasniewski ha explicado esta realidad, al recordarnos el consenso generalizado de que mientras más antigua y prolongada es una práctica en la Iglesia, mayor es su autoridad, porque es más cercana a la fuente de los apóstoles, que recibieron autoridad directa de Cristo. Más aún, esta misma idea ha sido expresada por otro Padre de la Iglesia, San Vicente de Lerins, quien escribe en su Commonitorium un canon para poder determinar la validez de una doctrina o costumbre frente al riesgo de herejías. Para él, la clave del canon podía reducirse en aquello que ha sido creído siempre, en todos lados y por todos, es decir, en aquello que es auténticamente católico o universal, porque se extiende a la totalidad de la iglesia.
La raíz de este argumento radica en que, a pesar de la valiosa diversidad del catolicismo, éste posee una identidad común que puede apreciarse más allá de sus diferencias en ciertos elementos constitutivos compartidos. Históricamente, la explicación de esto se da en que los apóstoles se extendieron por el mundo y se encargaron de transmitir una enseñanza común y, en consecuencia, iglesias geográfica, histórica y culturalmente separadas, mantuvieron una creencia general, a pesar de que ésta se expresara de maneras distintas, por ejemplo, en el uso de vestimentas, pan o cantos variados durante las celebraciones litúrgicas, cuyos ritos se reconocían diferentes, pero válidos.
Volviendo al tema inicial, la inmutabilidad de la enseñanza de la Iglesia no debe desanimarnos y llevarnos a creer que no hay espacio para cambios positivos o nuevas vocaciones como, efectivamente, ha sucedido. Más bien, lo que se expresa es que estos cambios sólo serán válidos si mantienen ciertas coherencia y unidad con las prácticas anteriores y que no podrán ser aceptados si van en contra de aquello que la Iglesia ha predicado desde siempre y en todos los lugares, como algunas personas desean.
Así, frente a ciertas devociones nuevas o innovaciones litúrgicas, hay que preguntarnos si éstas llegaron a practicarse en algún tiempo o lugar del pasado por católicos ortodoxos de forma continua y, si no es así, revisar si éstas expresan un sentido compatible con el de nuestra religión de siempre, por ejemplo, qué verdades simbolizan o qué efectos tienen en la fe de los creyentes. De igual manera, este mismo criterio nos puede llenar de cierta paz al momento de predicar o creer verdades “poco populares” para la actualidad. Por ejemplo, la Iglesia siempre ha creído que el infierno existe y ha condenado el divorcio y, aunque haya ciertos grupos o hasta religiosos que digan que esto no es así y que dichas verdades van a cambiar, la garantía de la Tradición puede llevarnos a la seguridad de que estamos en la verdad.
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