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Formar Para la Eternidad en Tiempos de Inmediatez

Actualizado: 21 may

Un objetivo claro y preciso al que debe tender la educación que busca la formación de personas felices y mejor aún, santas, no sólo letradas.



Por Luis Ángel Ramírez Ramírez


Ética Filosófica y conceptos claves


Lejos de algún concepto específico de la Ética Filosófica que fácilmente podemos encontrar en un diccionario de filosofía, el común de personas puede coincidir por conocimientos generales que se trata de una disciplina sobre la conducta humana; no menos cierto es que dentro de dicha definición se puede variar en algunas concepciones por lo que resulta necesario plantear claramente a qué nos referimos con Ética Filosófica en el contexto de la educación y qué bien puede tener en cuenta para quienes educan en casa, principales (pero no únicos) destinatarios de esta sencilla reflexión en favor del desarrollo de dicho modelo formativo y educativo.


La ética, si bien es la disciplina que estudia la conducta humana, contempla algunos conceptos claves que debemos tener en cuenta; por un lado, cuando hablamos de conducta humana debemos entender primero la naturaleza racional e individual del hombre que es lo que permite que exista una ética de la persona humana y agota toda posibilidad de una ética sobre animales irracionales. Es decir, que es un estudio a partir de nuestra naturaleza.


Además, por ser animales racionales, tenemos una peculiaridad que llamamos conciencia, que, en palabras del Doctor de la conciencia, San John Henry Newman, no es otra cosa que el vicario de Dios en la naturaleza humana[1]. Esto significa que independientemente de la creencia, la conciencia en el hombre es la voz de Aquel que lo ha creado, que lo hace ser y existir; consecuencia de ello es que el hombre pueda saber desde su conciencia la cualidad de los actos que solemos llamar bien y/o mal, a los cuales hemos de dedicar algunas líneas para entender el actuar del hombre y las decisiones que toma en aquella última instancia subjetiva donde el hombre puede decidir: la conciencia.


El bien se entiende de dos formas; el bien ontológico y el bien moral. Cuando nos referimos al bien ontológico nos referimos a aquello que apetece la voluntad del hombre en cuanto a su naturaleza. Este bien es buscado naturalmente por la voluntad del sujeto y no da cabida al mal. Muchas respuestas podría haber si dijéramos tajantemente que el mal no existe, sin embargo, para poder entenderlo es necesario comprender que la voluntad está orientada solamente al bien, que es lo que Dios ha creado y para lo que ha dotado de voluntad al hombre, es decir, para elegir el bien.


Respondiendo a las evidentes muestras de maldad en el mundo, de las cuales nadie es ignorante, la ética basada en una filosofía realista nos enseña que dicha posibilidad de mal, en todas sus formas, sólo es posible metafísicamente como una ausencia de bien, de modo que ontológicamente se salvaguarda la sola bondad y se da paso a la deficiencia de dicho bien en el acto, lo que implica de facto la moralidad, es decir, la cualidad de bondad o maldad que tiene un acto. Ante esto, naturalmente surge la duda, bastante genuina, sobre cómo es posible que una persona elija el mal, queriendo un bien; la respuesta es más sencilla de lo que parece si atendemos al menos alguno de los ejemplos que la memoria nos arroja sobre las personas haciendo el mal. Cualquiera de esos ejemplos, si lo meditamos y vamos a sus últimas causas nos permite ver que el sujeto en cuestión lo que está eligiendo es un bien, real o aparente; con esto decimos específicamente que toda persona elige obrar el mal en cuanto que a su voluntad le aparece como un beneficio. Para no avanzar más sin clarificar, veamos el siguiente ejemplo:


Un asesino, en cualquier situación, actúa por un beneficio. Sea ya económico, sea ya de supervivencia (que en todo caso no sería asesinato), sea por alguna psicopatía que le produce placer al cometer tal crimen, el acto se da al querer ese beneficio y no por el mal mismo. Por ello, decimos que la bondad ontológica es la que permanece como objeto de la voluntad y la bondad moral o maldad moral residen en el acto mismo, según sea un bien real o un bien aparente respectivamente.


Una consecuencia de estos actos, cuando el sujeto goza de plenitud o al menos suficiencia en sus facultades mentales, es la formación de la conciencia, pues es capaz de formarse a sí misma al contemplar las consecuencias de los actos cometidos casi de facto. Cuando la conciencia, honestamente, no conoce si un acto es bueno o malo, al efectuarlo y experimentarlo naturalmente se da cuenta de lo malo o bueno de ese acto formándose en la verdad que capta, sin embargo, este dato adquirido y que amplifica su moralidad no obliga a la conciencia a ser fiel a ello. El sujeto según su virtud o su vicio puede saber en conciencia que un acto está mal y, aun así, elegir cometerlo porque en el fondo elige un bien aparente. Todo lo anterior nos permite no justificar cada acto, sino solamente entender la conducta humana al respecto de la voluntad, la moral y la conciencia.


Aquí nos encontramos con el deber ser, que es lo que dicta la conciencia por amor a la bondad, independientemente de que se realice o no. Una de las peculiaridades del ser humano, en cuanto que es libre, es la posibilidad de elegir aún cuando sabe que no es lo que debería elegir. Esto nos sitúa frente a una ley que debería ser y lo que elegimos y que, lamentablemente, no siempre se encuentran en sintonía. A esto se le llama ley natural, que se enuncia sencillamente de la siguiente forma: haz el bien y evita el mal. El Doctor de la gracia, San Agustín de Hipona, enseña al respecto que es una ley impresa en el corazón del hombre[2], que, convertido a nuestro vocabulario, está impreso en la conciencia. Así todo hombre es capaz, independientemente de la cultura y por la formación ya mencionada de la conciencia, de seguirla o, en su defecto, de no hacerlo. Basta resumir que aun sabiendo lo que se debe hacer por amor a la verdad y a la bondad, la persona humana en la medida de sus virtudes o sus vicios, puede elegir hacerlo o no y precisamente en esa elección reside la posibilidad del mal moral.


Como vemos, aparecen dos términos que en la realidad parecen gobernar de algún modo al hombre, estos son la virtud y el vicio. Ambos son hábitos, que, según la enseñanza del Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino[3], funcionan como una segunda naturaleza, es decir, como un segundo principio operativo que gobierna todo nuestro actuar. Por evidente que parezca, es necesario mencionar que lo que distingue la virtud del vicio es la bondad o la maldad que reside en cada uno respectivamente, de modo que si la virtud es buena perfecciona al hombre y el vicio, al ser malo, genera más imperfección en el hombre y en estos efectos precisamente es donde encontramos acentuada la importancia de todos los términos explicados y desarrollados aquí; la perfección de la persona humana que se proyecta en su conducta. Así podemos volver al punto principal del presente trabajo y, además, dar un paso más adelante y resolver una pregunta que tal vez ha surgido mientras recorremos los párrafos anteriores: ¿Qué tiene que ver esto con la educación?


La educación, un proceso propio de la persona humana debe ser una educación centrada en ella y esto implica una formación integral que asume a la persona en todas sus dimensiones y forma cada una de ellas para que trabaje con cierta sinergia propia de la misma naturaleza humana que no actúa desintegrada, sino siempre en conjunto, en unidad. Precisamente a esa unidad se le da solidez por medio de la virtud, es decir, por los hábitos buenos que la perfeccionan y que hacen trabajar en una sinergia perfecta las potencias humanas que, de hecho, son objeto de la educación pues esta busca armonizarlas para llegar al fin último del hombre.


Respetando las diferentes clases y las disciplinas impartidas, la ética puede funcionar como base de nuestra labor docente.


Las virtudes en nuestra labor


Teniendo en cuenta que las virtudes no son pocas, algunas dignas de enunciar en esta reflexión y que vale la pena tener en cuenta en tan alta labor son las siguientes.

Conocidas como virtudes cardinales encontramos 4:


Prudencia: virtud de la razón práctica o de lo agible, es decir, qué hacer y qué no hacer[4]. Está relacionada con la razón como sujeto.


Justicia: dar a cada quien lo que le corresponde o, dicho de otro modo, es el hábito que dispone a obrar lo justo[5] y tiene a la voluntad como sujeto.


Fortaleza: mantenerse con firmeza de ánimo y constancia en la búsqueda del bien y su sujeto es el apetito irascible[6].


Templanza: dominio de los placeres (del tacto)[7] que tiene por sujeto al apetito concupiscible.


Estas son conocidas como cardinales puesto que guían al hombre a la perfección de su naturaleza esto quiere decir, que le son propias a toda persona humana; comúnmente todos los vicios tienen raíz en la carencia de alguna de estas virtudes.


Son, de algún modo, virtudes reguladoras que marcan límites y moderan la conducta humana en diferentes aspectos. Su importancia no es poca pues en el ejercicio de ellas se ejercitan todas las demás virtudes que perfeccionan al hombre formándolo respecto de un fin para el que está hecho y hacia el que debe de ordenarse lo más perfectamente posible. Un educando, por el sólo hecho de ser humano, debe encontrar en estas virtudes fundamentos conductuales para la práctica de todo lo que aprende, de todo lo que vive y de aquello que desea.


De las virtudes anteriores y de todas aquellas derivadas de las mismas, brota un manantial de perfección y bondad capaz de armonizar las potencias humanas integrando así todas las dimensiones del ser humano.


El ejercicio de la virtud es entonces la forma de perfeccionar a la persona, de que la virtud es la que hace bueno al que la tiene y que su obrar sea bueno[8], un objetivo claro y preciso al que debe tender la educación que busca la formación y construcción de personas felices y mejor aún, santas, no sólo letradas.


Respondiendo a esta necesidad formativa, la ética como una filosofía práctica puede lograr orientar los contenidos de cualquier clase hacia la mejora virtuosa del hijo-alumno. Pero no sólo debemos aplicarla en clases, podemos además comenzar como profesores a aplicarla en nosotros, asumiendo la necesidad de ser una persona formada capaz de formar, una persona bien integrada en sus diferentes áreas y que por ello puede ayudar al formando, a la persona a crecer integralmente y no sólo intelectualmente.


Particularmente, en la cuestión intelectual, algo en lo que la ética puede y debe aportar bastante es en la claridad que recibe el intelecto al ejercitarse en la virtud. Para nadie es desconocido que la enseñanza actual ha caído en un utilitarismo y en la proliferación de ideologías que cada vez generan más confusión en la mente de los estudiantes. Como profesores, en el ejercicio mismo de la ética, debemos dar claridad a los hijos y alumnos en este sentido, muy en contra de lo que la educación políticamente correcta busca imponer y ejercitar en la mente de aquellos con los que trabajamos[9] y más especialmente, que amamos.


Como podemos ver, la aplicación de la Ética Filosófica a cualquier clase, no implica un cambio sustancial en el contenido o en la materia de la clase. Es algo que está en la estructura de la clase, pero que no invade la clase.


Es propio de una ciencia universal (Filosofía) verse aplicada reflexivamente a las ciencias particulares para potenciarlas y profundizarlas. Especialmente en una cultura tan lastimada por el utilitarismo (del cual la educación contemporánea es víctima), que se ha convertido en el canon para toda materia, dejando a un lado la capacidad contemplativa del hombre y que necesita ser retomada en nuestros hijos, aun cuando esto implique ir a contracorriente[10]. He aquí entonces que el fin de la verdad enseñada no se mide sólo proyecto tras proyecto, sino también en la contemplación a la que es movido el formando. No hay aquí otro fin más práctico y elevado que la felicidad del hombre y no hay mejor práctica que una buena teoría.


Debemos encontrar en nuestra labor formativa un objetivo más grande que algo solamente humano y esto es formar al hijo-alumno según las virtudes cristianas entre las cuales descuellan las virtudes teologales, para las que dedicaremos otra reflexión. En consecuencia de lo anterior no podemos perder de vista que, si se habla de formar, se presupone un modelo de formación específico, concreto y propio de una escuela que busca combatir el relativismo y la borrosidad que como forma de vida va totalmente en contra de lo que significa educar[11]. Este modelo, desarrollado en esta o aquella estructura, si busca centrarse en la persona y formarla armonizando sus potencias, no puede encontrar mejor forma de hacerlo que observando la virtud perfectamente encarnada y que es una Persona: Jesucristo, del cual emana toda virtud que podamos imitar para encontrar la felicidad escondida en el perfeccionamiento de la naturaleza humana.



[1] Cfr. San John Henry Newman, Carta al Duque de Norfolk.

[2] Cfr. San Agustín, Confesiones, II.

[3] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 5, arg.

[4] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 57, a. 4, arg.

[5] Aristóteles, Ética, V.

[6] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 61, a. 2, arg.

[7] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 61, a. 3, arg.

[8] Aristóteles, Ética, II.

[9] Cfr. C. Goñi, Ética borrosa, Enseñanza borrosa, 128.

[10] Cfr. C. Goñi, Ética borrosa, Enseñanza borrosa, 127.

[11] Cfr. C. Goñi, Ética borrosa, Enseñanza borrosa, 132.


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