Ella nos Hará Dóciles al Espíritu Santo
- Adveniat
- 30 may
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Actualizado: 2 jun
María es para la Iglesia luz, consuelo, maestra y soberana y si seguimos sus enseñanzas nos guía por la recta y segura senda hacia el reino prometido.

Por Juana Pinto
Los apóstoles, fieles al mandato de Su Divino Maestro, aguardan en Jerusalén el bautismo del Espíritu Santo y reunidos en el Cenáculo, lugar santificado por la cena eucarística, perseveran allí unidos en oración con María Madre de Jesús.
Si el Calvario era el lugar en que la Iglesia debía ser engendrada por la sangre preciosa de Su Divino Fundador, el Cenáculo era el sitio donde con estupendo prodigio debía manifestarse al mundo el nacimiento de esta nueva Iglesia y María estaba allí llenando para con la joven Esposa de Jesucristo, las funciones que había llenado con Cristo mismo en Belén y Nazareth.
María en el Cenáculo es el alma de aquella perfecta intimidad y es para con los miembros del cuerpo místico, lo que ha sido para con su misma cabeza. María para los apóstoles era luz, consuelo, maestra y soberana; los guió, a ellos y a todos aquellos que seguirán sus enseñanzas, por la recta y segura senda que los conducirá al reino prometido por el Hijo del Hombre, quien repetidas veces dijo: “Mi reino no es de este mundo.”
Por María, los Apóstoles conocen más perfectamente a Jesucristo. Ella les descubre aquella parte de la vida del Salvador que sólo Ella conoce en sus detalles: el mensaje del Ángel Gabriel, la Encarnación del Verbo, las circunstancias de la Natividad, la adoración de los Reyes Magos, la presentación al Templo, la admiración de los Doctores en el Templo, los años pasados en Nazareth. ¡Cuán grande debía ser para los Apóstoles la autoridad de la Madre de Su Divino Maestro y qué consuelos celestiales experimentarían a la vista de aquella viva imagen de Jesucristo!
María ora con la Iglesia, los Apóstoles y discípulos unidos a Ella durante nueve días; se preparan con fervor por medio del retiro, la oración, la pureza y humildad de corazón a recibir al Espíritu Santo prometido y María con eficacia le pide que se digne bajar para transformar a los Apóstoles, como había descendido para formar la humanidad del Verbo de Dios.
Aguarda María al Espíritu Santo con la Iglesia y por la Iglesia y con la incomparable fuerza y eficacia de su amor, contribuye más que los Apóstoles al establecimiento de la fe y del reino de Su Divino Hijo. Por eso la Iglesia con toda propiedad le da en las Letanías Lauretanas el título de Reina de los Apóstoles.
Así es que María, como Reina del Cielo y la tierra y como Reina de los Apóstoles, lo es también nuestra, pues aunque no como ellos o sus sucesores sino de un modo inferior, también formamos parte de la gran falange del apostolado seglar que, sujeta a la Jerarquía Eclesiástica, trabaja por difundir el reino de Cristo.
¡Qué seguridad tan grande debe inspirarnos la protección de tan poderosa Reina! Entreguémonos con plena confianza a su maternal solicitud y Ella hará que seamos dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, fieles a la divina gracia para que con fortaleza llevemos a cabo los sacrificios que Dios nos exija.
Pidámosle a María, Reina de los Apóstoles, que no exista en nuestro pecho otro corazón que el que Ella se digne darnos como Madre dulcísima de los corazones y Reina del santo amor, y que haga descender cada día la luz y las inspiraciones para ser aptos para esparcir el bien a nuestro alrededor.
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