El fuego que convirtió el miedo en misión
- P. Jorge Hidalgo
- 12 jun
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 16 jun
Es imposible seguir teniendo miedo y callar las maravillas de Dios; lo que el Espíritu Santo obró en el corazón de los apóstoles, tiene que ocurrir también en nuestras almas.

Por P. Jorge Hidalgo
Hemos celebrado recientemente Pentecostés y es una buena ocasión para pedir a Dios que a nosotros, como a los Apóstoles después de Pentecostés, nos mueva el Espíritu Santo para mantenernos fieles a la verdadera Iglesia, dispuestos a anunciar el Evangelio y no dejar que ninguno se pierda.
Antes de Pentecostés los discípulos tenían miedo; a pesar de haber visto los milagros, a pesar de que Jesús en privado les explicaba todo, a pesar de que estaba con ellos y que les compartía tantas cosas de día y de noche, sin embargo, ellos en el momento de la Cruz, en el momento del Viernes Santo, incluso después de la Resurrección, estaban escondidos por miedo a los judíos. Temían que los identificaran como los amigos de Cristo y que también tuvieran que pasar por la cruz y por la muerte.
Sin embargo, desde el día de Pentecostés, ellos no temieron nada ni a nadie. ¿Qué pasó en el corazón de esos hombres que antes tenían miedo y después salieron al mundo a predicar el Evangelio? Fue gracias al fuego del Espíritu Santo que ellos dejaron de tener miedo y llegaron a todos los continentes, incluso a América, relatan las crónicas, llegó el Apóstol Santo Tomás, lo cual parece una cosa increíble, pero para Dios no hay nada imposible.
Así que fueron a todo el mundo y eso fue posible justamente por el gran cambio que hizo el Espíritu de Dios en el corazón de esos hombres, que, de pelearse entre ellos, de tener temor, de estar apegados a las cosas de la tierra, lo dejaron todo y pusieron ante todo el reino de Dios y le dieron el primer lugar a dar testimonio de lo que habían visto y oído.
A pesar de que los judíos muchas veces los pusieron presos y los azotaron por transmitir las enseñanzas de Jesucristo, ellos ya no podían callar lo que habían visto y oído, y con ocasión de la muerte del primer mártir, San Esteban, salieron por el mundo a anunciar el Evangelio. Esas maravillas que Dios obró en el corazón de los apóstoles y de los primeros discípulos, tienen que ocurrir también en nuestras almas.
El impulso para difundir y defender a la verdadera Iglesia
El Espíritu Santo nos hace parte de la familia de Dios, nos inserta en el seno de la Santísima Trinidad y nos da la gracia de la amistad con Dios, que es la participación de la vida divina, hasta tal punto que todas las cosas que Dios nos inspira no vienen de nosotros, vienen de Dios.
Para entender lo que ocurre en el plano espiritual lo que hace el Espíritu Santo en nosotros, imaginemos una pelota; para que entre a la portería y se meta un gol, alguien debe patearla; así todas las cosas, para que se muevan deben recibir un impulso. Lo mismo en el orden natural, en el orden de la gracia, para que uno pueda hacer algo bueno orientado al Cielo, debe estar inspirado desde lo alto, lo que no es otra cosa sino una gracia actual que nos orienta hacia la eternidad y a hacer todo por y para Dios. Sin la gracia de Dios es imposible agradarle, por eso necesitamos la gracia actual hasta tal punto que hasta el mínimo acto de fe lo hacemos movidos por Dios.
Nadie puede decir que Jesús es el Señor si no está inspirado por el Espíritu Santo, dice San Pablo. Así que necesitamos esa divina inspiración para hacer actos de fe, para hacer actos de esperanza, actos de caridad. Necesitamos esa divina inspiración para vivir en amistad con Dios, para evitar el pecado, para practicar la virtud, para crecer en santidad.
Es el mismo Espíritu Santo el que es capaz de sacar las cosas del mundo de nuestra vida y de ayudarnos a elegir todo según el querer de Dios y no según los hombres, tal cual lo hizo con los apóstoles y eso mismo puede hacer en nosotros. Debemos ser fieles a su divina inspiración, no dejarnos llevar por las cosas del mundo y, al igual que los apóstoles, mantenernos incorporados a la verdadera Iglesia, fuera de la cual no hay salvación; porque la Iglesia Católica tiene todos los medios para la salvación: los siete sacramentos, los diez mandamientos y los siete dones del Espíritu Santo; tiene todas las formas que necesitamos para llegar hasta Dios.
Todas las otras comunidades cristianas no católicas se han alejado de la fe católica tanto cuanto como han perdido la verdad, pero no hay división en Dios, no es que Cristo es una cosa y el Espíritu Santo es otra, no puede haber contradicción en ellos, la contradicción la puso un hereje del siglo XVI que se llamaba Calvino, para quien el testimonio secreto del Espíritu iba contra Jesucristo, y eso no es verdad, en Dios no hay división. La confusión, la división y la mentira viene del diablo, es él quien ha sembrado las herejías para dividir a los cristianos.
Debemos pedir a Dios que nos ayude a conservar la verdad católica, que nos ayude a conservar la Iglesia Católica, que es columna y fundamento de la verdad; “esa verdad que está dada de una vez para siempre a los hombres”, como dice San Pablo a Timoteo. Pidamos entonces al Espíritu Santo que nos impulse y santifique, que nos conserve siempre en su Iglesia y la gracia de Dios, que viene a través de los sacramentos de la Iglesia.
Que también realice en nosotros las maravillas que hizo en los apóstoles, llevándonos a predicar a todo el mundo para que nadie se pierda y todos se salven unidos en la única Iglesia que Jesús fundó, que es la Iglesia Católica. Pidamos al Señor esa gracia de perseverar en el bien, porque el demonio va a intentar quitarnos la verdad católica con las herejías, va a intentar quitarnos la gracia de Dios con el pecado mortal. Oremos para perseverar en ese camino del bien y de la verdad, en ese camino que el Señor ha revelado, para que así también llegue a nosotros la plenitud de la verdad que solamente está en la Iglesia que el Señor ha instituido.
Que la Virgen Santísima, Madre de la Iglesia, que estuvo reunida con los apóstoles el día de Pentecostés, nos congregue a nosotros en la verdad católica, nos ayude a perseverar en el bien y así también nosotros pasemos de vivir en este mundo para la vida de los justos y de los santos, por la gracia de Dios, para llegar también a las moradas eternas del Cielo.
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