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Donde Está la Cabeza, debe Estar el Cuerpo

Actualizado: 9 jun

Para estar unidos al Señor tenemos que vivir, aunque estemos en este mundo, con los pies en la tierra y el corazón en el Cielo.



Por P. Jorge Hidalgo


Cada cosa o cada persona tiene su lugar propio. El lugar de los hombres que estamos camino hacia el Cielo, es la tierra; el lugar de los bienaventurados es ver a Dios, por lo que están en el Cielo; y el lugar de Jesucristo es lo más alto de los cielos. 


A Nuestro Señor Jesucristo se concede este lugar, primero, porque es Dios, porque corresponde por su ser, por su naturaleza y merece estar en el lugar más excelso; en segundo lugar, también le corresponde por su humanidad, por su fidelidad a la obra de Dios, porque Él fue el Señor, el que llevó cautiva a la cautividad, para decirlo en palabras de San Pablo en su Carta de los Efesios. 


Rescató una multitud de hombres, todos los redimidos los ha liberado Él a precio de su Sangre, así que esa humanidad que fue instrumento conjunto, es decir, pegado a la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, esa humanidad merecía ser exaltada, incluso por encima de todos los seres espirituales, llámense Ángeles, Serafines, Querubines, Principados, etc. 


Y claro, esa exaltación a su humanidad, lo que al mismo tiempo coloca su naturaleza humana como superior a la de los Ángeles, es una humillación para el demonio porque un hombre, que tiene cuerpo, que se cansa, que come, que duerme, es más importante que él; es una humillación terrible para su soberbia. 


Los Ángeles buenos adoran a Jesucristo y adoran a esa naturaleza humana que no merece adoración por sí misma, sino porque está unida a la segunda persona de la Santísima Trinidad. 


Además, Nuestro Señor Jesucristo está a la derecha del Padre, sentado porque 

tiene autoridad, porque enseña y porque tiene poder, porque es Dios como el Padre; pero a su vez se sienta como Juez, como el que manda, porque todo tiene que ser sometido a sus pies: Todo poder me ha sido dado en Cielo y en la tierra, dicen los evangelios. Cristo viene a reinar y a que todo lo obedezca y se coloque bajo su dominio y poder.


Arrodillarse y reconocer su realeza en esta vida


Conviene recordar que el Señor es el que gobierna y es el Juez del mundo, un juez muy particular porque mientras nosotros estamos en esta vida, quiere nuestra conversión, que nos volvamos a Dios, que pidamos perdón de nuestras faltas sinceramente en esta vida para llevarnos con Él, porque para eso vino a este mundo.


Pero después de esta vida se va a acabar la misericordia y va a existir solamente la justicia; quien en este mundo voluntariamente no se haya arrodillado delante de Nuestro Señor Jesucristo y no haya reconocido su realeza, en el otro mundo tendrá que sufrir las consecuencias. 


Jesús nos ha rescatado con su Sangre, por eso tenemos la obligación de vivir pensando que algún día nos presentaremos delante de Dios al final de nuestra vida en el juicio particular y al final de la historia del mundo, cuando el último de los elegidos ingrese a la Iglesia, motivo de la historia en el mundo bajo la mirada de Dios. Ahí nuevamente Jesucristo sentenciará con su palabra omnipotente quién se salva y quién se condena, según lo que nosotros hayamos elegido en esta vida.


Insisto en que Cristo quiere nuestra conversión y su Sangre reclama misericordia; podemos decir que Cristo, a la diestra del Padre, es constituido mediador entre Dios y los hombres.  Ya lo había sido en el momento de la Encarnación y también en la Ascensión, momento en el que sus llagas ya no sangran como sangraron en la Cruz el Viernes Santo, pero están abiertas y gloriosas, son como una prenda de la victoria y le piden al Padre la misericordia porque por eso Él murió, por eso vino a la tierra. Así que Jesucristo, como Sacerdote, está intercediendo por nosotros delante del Padre Eterno, pidiendo misericordia por nosotros. 


Pero, por otro lado, Jesucristo nos está indicando el precio de nuestra salvación, por lo que no podemos seguir en pecado mortal, no podemos seguir ofendiendo a Dios porque se pagó por nosotros un alto valor.


Varios santos, entre ellos San León Magno, dicen que la Iglesia es un solo cuerpo y que el cuerpo dividido no existe porque si lo fuera, estaría muerto; por lo tanto, si la cabeza de la Iglesia, que es Nuestro Señor Jesucristo, está viviendo en los cielos, los miembros vivos tienen que estar con Él en el Cielo porque si estuvieran en otro lugar estarían muertos por el pecado. 


El Tesoro está en el Cielo


Para estar unidos al Señor tenemos que vivir, aunque estemos en este mundo, con los pies en la tierra y el corazón en el Cielo, pensando que esa es la Jerusalén del Cielo, esa es nuestra madre, la madre celestial a la cual nosotros tenemos que llegar, esa ciudad inaugurada por Cristo cuando subió al Cielo y se fue a prepararnos un lugar.


Tenemos que pedirle al Señor que no dejemos de aspirar a al Cielo, que no podemos conformarnos con amores más bajos, con amores terrenales o con amores desordenados, como el caso de los que viven para el deporte y sí, saben todo, vida y obra de todos los futbolistas, equipos, etc.; pero si uno les pregunta algo de las Sagradas Escrituras, Teología o Moral, no tienen ni la más mínima idea. Este ejemplo vale para cualquier otro que viva de manera desordenada y no significa que el deporte, en el ejemplo, sea malo, sino que se convierte en malo cuando sepulta todo lo esencial de la vida del cristiano.


Por eso tenemos que saber ordenar la caridad, saber ordenar nuestros amores, porque donde esté tu tesoro -dice el Señor- está tu corazón. Nuestro tesoro auténtico tiene que estar en el Cielo, tiene que estar aspirando a los bienes de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra del Padre. 


El Papa Pío XII dice que así como Jesucristo está sentado a la derecha del Padre, María Santísima está sentada a la derecha del Hijo. Pidámosle a Ella que nos enseñe a buscarlo y recurramos siempre a su intercesión porque como decía San Bernardo, es la omnipotencia suplicante y no hay nada que Ella le pida a Dios y a su Hijo Jesucristo, que no se le conceda; por eso cuando tengamos problemas, cuando tengamos pecados que no podemos vencer, necesidades en orden a la vida eterna que no podemos alcanzar, es a Ella a quien debemos recurrir y no habrá nada que su Hijo le niegue, como Ella nunca negó nada a la voluntad de Dios.


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