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Condenar la Verdad a la Tolerancia es Forzarla al Suicidio

Actualizado: 18 dic 2024

La religión que viene del cielo es verdad, y ella es intolerante con las otras doctrinas.



Extracto de sermón del Cardenal Pie.


Es de la esencia de toda verdad no tolerar el principio contradictorio. La afirmación de una cosa excluye la negación de esa misma cosa, como la luz excluye las tinieblas. Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio.


La afirmación se aniquila si ella duda de sí misma, y duda de sí misma si permanece indiferente a que la negación se coloque a su lado. Para la verdad, la intolerancia es el anhelo de la conservación, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad. Cuando se posee, es preciso defenderse, bajo pena de ser en breve totalmente despojado.


Es entonces que, por la necesidad misma de las cosas, la intolerancia es necesaria en todo, porque en todo hay bien y mal, verdad y falsedad, orden y desorden; en todas partes lo verdadero no soporta lo falso, el bien excluye el mal, el orden combate el desorden.


Más aún, cuando nos referimos a la verdad religiosa, enseñada o revelada por Dios mismo; va en ello vuestro destino eterno y la salvación del alma, por consiguiente ninguna tolerancia es posible. Es condición de toda verdad el ser intolerante, pero siendo la verdad religiosa la más absoluta y la más importante de todas las verdades, es por lo tanto también la más intolerante y la más exclusivista.


Nada es tan exclusivo como la unidad; por lo tanto, escuchad la palabra de San Pablo: "Unus Dominus, una fides, unum baptisma". No hay en el cielo más que un solo Señor: Unus Dominus. Ese Dios, cuyo gran atributo es la unidad, no ha dado a la tierra más que un solo símbolo, una sola doctrina, una sola fe: Una fides. Y esta fe, este símbolo, El no los ha confiado más que a una sola sociedad visible, a una sola Iglesia, todos cuyos niños son señalados con el mismo sello y regenerados por la misma gracia: Unum baptisma.


Jesucristo no se ha andado para nada con ambigüedades acerca del dogma. Él ha traído a los hombres la verdad, y ha dicho: "Si alguno no fuera bautizado en el agua y en el Espíritu Santo; si alguien rehusase comer de mi carne y beber de mi sangre, no tendrá ninguna parte en mi reino“. Aquí no hay ninguna ambigüedad, es la intolerancia, la exclusión más indudable, la más franca.


Jesucristo ha enviado a sus Apóstoles a predicar a todas las naciones, es decir, a violentar todas las religiones existentes para establecer la única religión cristiana por toda la tierra y sustituir, por la unidad del dogma católico, todas las creencias adoptadas por los diferentes pueblos. Él no ha venido a traer la paz sino la espada, a encender la guerra no solamente entre los pueblos sino aún en el seno de una misma familia.


El establecimiento de la religión cristiana ha sido por excelencia una obra de intolerancia religiosa.


El cristianismo, al momento de aparecer, no fue rechazado de inmediato. El paganismo se preguntaba si, en lugar de combatir a esta religión nueva, no debía darle cabida en su seno: la Judea se había convertido en provincia romana; Roma, acostumbrada a recibir y conciliar todas las religiones, acogía inicialmente sin mucho esfuerzo al culto venido de la Judea. Un emperador colocaba a Jesucristo tanto como a Abraham entre las divinidades de su oratorio.


Pero la palabra del profeta no tardaría en verificarse: la multitud de ídolos, que veían de ordinario sin celos a los dioses nuevos y foráneos venir a situarse a su lado, a la llegada del Dios de los cristianos repentinamente profirieron un grito de espanto y, sacudiendo su apacible polvo, se estremecieron sobre sus altares amenazados.


Cuando Roma advirtió que ese Dios nuevo era el irreconciliable enemigo de los otros dioses; cuando se vio que los cristianos, cuyo culto se había admitido, no querían admitir el culto de la nación; en una palabra, cuando se hubo comprobado el espíritu intolerante de la fe cristiana, fue entonces cuando comenzó la persecución.


“No son en absoluto criminales — dice el historiador Tácito — pero son intolerantes, misántropos, enemigos del género humano. Tienen dentro de ellos una fe obstinada a sus principios, y una fe exclusiva que condena las creencias de todos los otros pueblos”.


De esta suerte, mis hermanos, la principal queja contra los cristianos era la rigidez

demasiado rigurosa de su ley y, como se decía, el humor insociable de su teología. Si sólo se hubiera tratado de un dios más, no habría habido reclamos, pero era un Dios incompatible que excluía a todos los otros: he ahí el por que de la persecución.


Así, el establecimiento de la Iglesia fue una obra de intolerancia dogmática y, de la

misma manera, toda la historia de la Iglesia no es más que la historia de esa intolerancia.


¿Qué son los mártires? Unos intolerantes en materia de fe, que desean más los suplicios que profesar el error.


¿Qué son los símbolos? Fórmulas de intolerancia, que reglamentan lo que se debe

creer y que imponen a la razón misterios necesarios.


¿Qué es el Papado? Una institución de intolerancia doctrinal, que por la unidad jerárquica mantiene la unidad de la fe.


¿Para qué los concilios? Para detener los desvíos del pensamiento, condenar las fal-

sas interpretaciones del dogma, anatematizar las proposiciones contrarias a la fe.


Nosotros somos, por consiguiente, intolerantes, exclusivistas en materia de doctrina: en suma, somos decididos. Si no lo fuéramos, es que no tendríamos la verdad, puesto que la verdad es una y, en consecuencia, intolerante.

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